Joseph me habló del coronel
Lumbert. Nadie más lo hizo. Estaba prohibido, no se podía hablar de nadie, no
se podía hablar de las misiones ni de nada apenas. Podíamos vomitar nuestras
palabras entre halitos sanguíneos que nos habían provocado cada uno de los
ejercicios del batallón. Pero ninguna queja.
Así pasábamos los días del
campamento mientras esperábamos entrar en combate. Así me lamía las heridas que
nunca quise tener. Así recordaba a mi padre y a mis hermanos. Mi madre venía
todas las semanas con algún cuento, esos que siempre me sacaban una tímida
sonrisa.
Yo le hablaba a mamá del coronel
Lumbert y ella no entendía nada, pero yo le explicaba que la luz de la luna
tenía mucho que ver con todo aquello a lo que renunciábamos pero no podía dar
más detalles porque no me lo permitían. Ella no lo entendía y, lo que es peor,
el coronel Lumbert tampoco porque nadie le veía. El coronel Lumbert no entendía
nada de sí mismo y , además, al parecer no había un coronel Lumbert al que
preguntar.
Los días pasaban a lo largo del
año, pero para mí no había ninguna diferencia excepto cuando hacía frío, mucho
frío, me decían que mamá me traería regalos de un tal San Nicolás. Nunca supe
muy bien lo que era el “San” pero tampoco parecía importante porque era alguien
que traía sonrisas y, con las sonrisas, hay poco que discutir. Lo cierto es que
por esas fecha mamá venía menos, debía ser por la nieve que se acumulaba en el
camino.
Cuando mamá aparecía lo hacía los
regalos del fulano verde. Me traía cosas que me parecían divinas e imposibles.
Pedazos de realidad deseados por unos, muchos, todos, los niños del planeta.
Pero era irreal, no podía tener los deseos de otros, no era un niño. Era un
adulto que vivía de manera insana en el deseo de los unicornios pasados…y
quería salir de ese distopía, pero quería hacerlo con una sonrisa.
Un día, con el sol pegando de
manera plana en Alaska, llegaron sonidos de realidades increíbles, de lugares
donde la realidad no podía sentirse confortable, de áticos neoyorquinos en los
años veinte… y entonces conocí a Francis Scott Fitzgerald. ¿imposible? Bueno,
yo sé que le conocía y que Ernest siempre estuvo muy nervioso ante su
presencia.
Alaska era un sitio muy
interesante para los que habíamos crecido en Albacete, se podía decir que era
un secarral como el manchego pero con nieve. Algunos no me entendían cuando
decía eso, por aquello de la nieve, pero yo sabía lo que pasaba por mi cabeza,
los lunes, el resto de la semana no me entendía pero importaba poco porque
tampoco entendía el clima de Cordova, un pueblo de Alaska de unos dos mil
habitantes. Cordova la fundaron unos españoles que se olvidaron la “b”. Y ahora
estaba allí nuestro destacamento. Yo esperaba a mamá los miércoles y ella venía
los jueves. Nunca la veía. Ni al coronel Lumbert.
Las tardes en Cordova -tiene
acento en la segunda "o", así que pronunciadlo bien- era lánguidas. No porque
fueran aburridas sino porque era esdrújula la palabra que identificaba el
sentir. Las esdrújulas se valoraban mucho en el destacamento y lánguida era una
palabra que gustaba. Un día le dije a un compañero si no sería mejor sustituir
lánguido por universal. No le gustó la idea y yo tampoco acertaba a saber qué
quería proponerle. Terminamos jugando al póquer con cartas usadas y apostando
las vidas de nuestros compañeros de cuarto. Yo perdí pero como todo era un
simulacro solamente perdimos el cepillo de dientes de los compañeros. Al día
siguiente tuve que explicar por qué era mejor lavarse la boca con hebras de
caballo.
Alaska era fría, y como era un
niño entendía que era lo que tocaba. Los niños pasan frío y los adultos viven
en Miami. Así iba pasando los días, así y con canciones de Morrissey que solo
entendía a la mitad, siempre me quedaba pillado en el minuto y treinta y siete
segundos. A partir de ahí no entendía nada. Era algo matemático, a mí me
gustaba tener ese horizonte, sabía que todo el jugo lo tenía que sacar antes de
los noventa y siete segundos, y me aplicaba en ello.
Estuvimos poco tiempo en Alaska,
unos cuarenta y cinco años, cuando nos fuimos todos teníamos nuestros recuerdos
intrincados con los de las nieves de la tierra vendida por los zares. Yo
recordaba Albacete y me decía que Alaska era más interesante, tenía blancos y
verdes, Albacete tenía mucho amarillo. Mis compañeros de cuarto solamente pensaban
en llorar, yo lloraba, era mejor hacerlo que pensarlos o, al menos, eso pensaba
yo.
Cuando teníamos que regresar a
Alaska siempre se nos hacía largo. Una de las veces volvimos andando desde
Chile, cosa que a nuestro capitán le sorprendía porque cuando le preguntábamos
por qué no podíamos coger un tren siempre decía “no lo entiendo, no lo
entiendo”. El caso es que nos pusimos a andar una mañana, con más ánimo que
fuerzas y, al cabo del día, habíamos llegado por fin a Moscú donde hacía frío,
pero menos que en Cordova. Le preguntamos a un señor con gorro si había algo
que hacer a las ocho de la tarde. Nos respondió que ese día no había
ejecuciones así que lo mejor sería bailar Kolo porque había unos tipos de
Bosnia que andaban buscando fondos para un festival de música. Yo les dije que
podía tocar el ukelele y ellos me dijeron que por fin alguien conocía el
instrumento tradicional de Bosnia, luego me dieron una falda de flores y una
adhesión a Estados Unidos como el estado número 51 y me confesaron que habían
estado en Woodstock en el siglo XVII preparando un festival. Yo no me veía con
ánimo de tocar en directo y les pedí un te con menta. Me dieron un julepe y me
fui corriendo.
Volver desde Chile tiene un
problema. La música. Vinieron unos cuantos a hablarnos de Santa María de
Iquique. Eran un poco pesados, a mí me gustaba mucho el disco pero me di cuenta
de que todos los que estaban hablándonos de las minas no sabían de qué iba el
asunto así que me empecé a aburrir. Hablaban de cosas que habían oído en fiestas
de champagne y las reivindicaban como si fueran propias. Me generaba
somnolencia y decidí fumar unas semillas de trigo que eran infumables y me
provocaron un estado distinto.
Como volvíamos andando desde
Chile, al pasar por Bolivia nos agobiaron los ponchos. A mí el poncho nunca me
ha gustado, ni el julepe. Pero querían hablarnos con esas indumentarias y yo no
podía responder…el destacamento tampoco. Una de las veces Francisco, el más
joven de todos y que parecía ungido por la divinidad, tiró una granada de mano
y, tras la deflagración se puso a devorar extremidades sanguinolentas. Le
tuvimos que decir que no era el momento y paró. Las víctimas maldecían el día
aquel hasta que volvieron a crecerles las distintas partes mutiladas. Luego
hicimos una cena y Francisco se deflagró para ellos, luego mutó en almendra y
volvió a ser humano poco antes de las doce.
Caminar desde Chile hasta Alaska
es tedioso. Solían decirnos que es una forma de crecer, nos lo decían a la vez
que ponían a Cannonball Aderley en unos altavoces que llevaba un asno, uno de
cuatro patas, Jorgorian no lo llevaba, aunque parecía un buen jumento.
Jorgorian era bielorruso, hablaba japonés, y parecía italiano por sus gestos
con las manos. Cuando le preguntabas por Minsk te respondía しかし、あなたは何と言いますか, y
sonaba como Shikashi, anata wa nan to iimasu ka, le gustaba hablarnos en
japonés, nunca le oí hablar en ruso, pero tampoco sabía yo distinguir el ruso
del japonés. En cualquier caso parecía muy burro pero no llevaba altavoces. Eran
días enteros escuchando el saxo y algunos se volvieron muy onanistas, dicen que
por escuchar instrumentos de viento. Yo creo que era por el placer, el
gustirrinín. Eso lo decía un tío mío, “date gustirrinín en los bares de
carretera”, me decía cuando mamá estaba despistada. Papá miraba por la ventana,
esperando la luna, “cuando llegue la luna va a ser espeluznante” decía. La luna
llegaba todos los días, a veces con helados, pero a mí no me resultaba
espeluznante.
Seguíamos andando, día tras día,
sin descanso. A Francisco, el jovenzuelo, se le gastaron las suelas de las
botas y tuvo que andar con las plantas varios días, hasta llegar a un poblado
armenio, cerca de Quito. Le ofrecieron gachas para los pies, un poco manidas
ya, pero al parecer eran buenas para sustituir al caucho. Las gachas y el
caucho se llevan mal, dicen que por la “che”, las gachas han querido ser más de
lo que son y el caucho se ha llevado el mérito de los neumáticos y los condones.
Eso se lo explicaron a Francisco en Ecuador, no te fíes del caucho, ponte
gachas, muchacho, ponte gachas. Y eso hizo Francisco, hasta que murió por una
hemorragia plantar. Cuando estaba delirando nos contó que la culpa era de Steve
Jobs, que no le avisó con tiempo. Ninguno conocíamos al tipo de Frisco así que
decidimos que lo mejor era comprar en tiendas on line. La conexión entre un
evento y el otro no la vimos clara pero Fullham, John Fullham, nos dijo que él
sabía cómo iba todo y que lo iba a guardar en un papel tornasolado. El enigma
era el pH, y como todo buen enigma estábamos en la obligación de ignorarlos.
Jorgorian no hablaba con nadie, seguramente
porque no entendíamos el japonés. Y Fullham solo hablaba los miércoles, el
resto de los días se quedaba mirando fijamente a Jorgorian mientras
caminábamos. Así uno y otro día. Ambos eran una pareja admirable, eran capaces
de aguantar años bajo el agua, eso decía Fullham, los miércoles. Un jueves decidió
mostrarnos lo cierto de sus palabras, y le tomó tanto gusto que tras cuatro
días acampados al pie del embalse del Pañol, esperando que saliera del mismo,
nos dimos cuenta que iba a estar varios años sumergido y decidimos levantar el
campamento para continuar nuestro camino a Alaska. Cuando mirabas a Jorgorian
veías muecas de una sonrisa que antes no se percibía.
Éramos niños caminando hacia el
norte, pero algunos teníamos más de 50 años, unos niños talluditos como decía el
capitán, Johnny Croquer. El capitán era el sobrino segundo del dedo meñique del
Coronel Lumbert. Nació de un padrastro un sábado, aprovechando que era fin de
semana y echaban Informe Semanal a las diez de la noche. El capitán Croquer nos
decía siempre que era un apósito del coronel, yo no sabía lo que era un apósito
ni tampoco había visto al coronel…en esos momentos me acordaba de mamá pero
ella siempre estaba tendiendo la ropa. Un día que no tendía intenté acordarme
de ella y apareció un paquete de madalenas en la cama. Se las comió Rocky
Ibáñez, mi compañero de habitación. Se comió todas, 24 madalenas, le dio una
indigestión y se convirtió en sobaco. Sobaco de un mayordomo japonés, Keito,
era uno que iba siempre con el capitán Croquer y cuando Ibáñez estaba
aposentado en la axila le hablaba como contándole cuentos orientales. A mí me
gustaba oírlos, a otros no.
Caminar sin descanso diurno es un
tostón, así nos pasamos prácticamente cinco años con la vista puesta en Alaska.
El capitán Croquer nos arengaba como podía, pero se le veía que estaba también
un poco harto. Le pregunté por el coronel Lumbert y me respondió con una mirada
insidiosa, como queriendo que mis labios se sellaran con Loctite, se le veía en
su mirada, no quería otra marca de pegamento, solamente Loctite. Dos días
después le pregunté si no le valdría otra marca y algo malhumorado me untó los
labios y los dedos de las manos de Loctite y me dijo que juntara todo. Un
capitán de un destacamento en la frontera de Panamá manda mucho y yo obedecí
sin rechistar. Estuve sin poder vestirme varios días…ni desvestirme. Pero
Croquer era comprensivo, me liberó de hacer ejercicio y me puso a vigilar los
cóndores. Lamentablemente habíamos dejado Chile hacía meses y los únicos
cóndores que vi eran los de unas camisetas del Club Deportivo Cóndor de Bogotá,
las llevaban un par de adolescentes que alardeaban de ser del club colombiano.
Yo se lo dije al capitán y él me habló del coronel Lumbert y su pasión por los
cóndores y su técnica para jugar al golf. Mamá llamó por teléfono cuando
Croquer me explicaba como usar el putt cuando estabas a más de 200 metros del
hoyo. Mamá quería contarme que tenía muchas cosas que contarme. Yo me eché a
llorar y el capitán me puso una medalla. Una muy bonita, se la mandé a mamá, no
la usé nunca en el uniforme porque el uniforme debía hacer honor a su nombre y
una medalla no lo hacía uniforme.
Llegar a México es un placer,
sobre todo cuando te han perseguido coyotes albaneses. Es algo habitual en
Panamá, si eres un destacamento que viaja a Alaska hay varias granjas de
coyotes que se liberan con el único objetivo de sacrificar un peroné al Dios de
los coyotes. Esta práctica habitual sorprendió a algún pipiolo del grupo, se
puso a gritar de manera desabrida clamando por un abogado neoyorquino. Yo me
acerqué a él y le pregunté si veía alguna diferencia entre un coyote y un
neoyorquino. Me respondió rápidamente que sí, “el acento”, y no pude rebatirle.
A cambio la di una colección de cromos de Ulises 31 y él me dijo que prefería
un coyote. Cuando empezamos a correr con una jauría de coyotes hambrientos a
nuestras espaldas pasamos al lado de un parte derruida del muro de Berlín. Los
coyotes panameños se sienten incómodos con el muro de Berlín, es como si fuera
su Némesis, les genera urticaria y empiezan a rascarse las orejas sin parar.
Nos paramos todos y viendo el picor en los animales decidimos aprender parkour.
Con las piedras pintadas comenzamos a saltar y yo me torcí los dos tobillos y
tuve una lesión de menisco, todos nos reímos con mis huesos del revés y
conseguimos devorar una serpiente que tenía una baraja de cartas. Los coyotes,
mientras tanto, nos observaban a unos cuantos metros a la vez que decidían si la
mecánica cuántica podía resolver algunos enigmas relativistas. Yo llamé a un
coyote, Juan, y le pedí fuego, él me pasó un cubo con magma y lo puse en el
centro del destacamento para empezar a pensar.
Antes de llegar a México nos
tomamos un café en Marrakesh, nos acompañó uno de los coyotes y mamá que había
pasado por allí para hacer la compra. Mamá nos preguntó si nos lavaban bien la
ropa y el coyote, con un cigarro entre sus colmillos, respondió que no hay ropa
bien lavada sino calzoncillos bien sucios. Yo no entendí aquello pero mamá se
pidió un whiskie para celebrarlo. El capitán Croquer se pidió una hamburguesa y
Jorgorian aprovechó que era miércoles para recitar un poema de 356 versos en
griego antiguo en el cual se denostaban un efebo y un cervatillo por averiguar
si las calesas de Atenas debían atender a turistas irlandeses. Mamá aplaudió al
final y salió corriendo porque le cerraban el súper. En media hora cerraban el
café y como mamá no volvía abandonamos Marrakesh para entrar en México. El coyote
se quedó negociando algunos asuntos de sustancias ilegales, cuernos de
unicornio o algo así.