Los cielos ni son blancos ni azules, son básicamente el
producto de nuestro imaginario poético creado a lo largo de miles de años. SI
miras por el resquicio que te deja el espacio entre tu mente y lo que te han
dicho día tras día, verás que no hay cielos blancos ni azules, solamente
deseos. El cielo nos puede esperar pero no tendrá un único color, el cielo ya
tiene pintores de brocha gorda y de pincel fino para decorarlo como se quiera
decorar, ni tú ni yo vamos a elegir el tono de las paredes.
Pero ni el cielo es azul ni las cosas se arreglan solas, ni
tus besos son de color carmesí. Lo fueron cuando te acercaste la primera vez, a
la siguiente ya tenías calculado color del interés y posteriormente yo ya no
sabía si era tu color o el que yo deseaba. Solamente te veía a ti, y tú veías otras
cosas porque tu plan era distinto.
Los hombres y las mujeres somos distintos y no hay nadie –o sí-
que pueda sostener que hay maldades o bondades en esta diferencia. Dicho esto,
me harta que el rumor de las palabras repte por un fango odioso que genera odio
que odia al que tienes enfrente porque odiando se vive mejor y, lógicamente, se
odia mejor.
Altanería dicen algunos, prefiero un disco, me harta en mi altanería
o en mi pedantería tanta estupidez, pero no puedo con ella.
Cuando nos escondimos bajo el manto que nos protegía de
aquella tormenta de arena siempre me dijiste que me amabas, luego elegiste al
domador de la verbena a la que nunca te quisiste acercar y yo elegí un bonito
mono de Singapur que saltaba sin control entre las distintas bandejas de comida
que nos ofrecían…el embajador siempre me odió por ello y, sin embargo, se
enamoró de ti. Se acostó contigo y tú conseguiste una maravillosa estancia en
Barbados al a que me invitaste. Se puede
decir que salí ganando…pero no es así, yo no buscaba verte en Barbados, yo
solamente escribía versos para que te acostaras conmigo todos los días en un
ático en Montecarlo. Viviendo una vida parasitaria de desayunos, aperitivos, vermut,
comida, polvo de siesta, y noches snob allá donde fuéramos. Quería que tú y yo
fuéramos el alma de cada fiesta de Mónaco, quería que sonrieras de manera cómplice
cada vez que te besara en la mejilla. Y tú te fuiste a Barbados donde nadie
sabía quién eras pero, sin embargo, estoy seguro que saldrías de allí con unos
cuantos miles de admiradores.