Que alguien hable de Longfellow es algo que me deja con los
ojos como platos. Me sonaba ese apellido pero no tenía ni idea de lo que hacía…podría
haber sido el inventor del foxtrot, de una apertura imaginativa de ajedrez o de
un cóctel exótico. Solamente me sonaba…y me sonaba bien, sin tener ni puta
idea.
Los nombres me golpean porque cuando no tienen mucho más que
hacer toman esa costumbre. Sentirse golpeado por sustantivos tiene tanta enjundia
y sentido como si me sentara a charlar del imperativo categórico kantiano con
un perro…claro que posiblemente el perro supiera más que yo de semejante
materia. Pese a todo, los nombres me golpean y las palabras me fascinan. Me
encanta el ir de flor en flor buscando palabras o significados. Me encantan unas manos de una vestal teñidas de púrpura con su cuerpo adornado de figuras de contornos antiguos, pinturas de pictos, motivos de Caledonia con Robert Howard escribiendo el hilo de la historia. Vestales romanas en Britania dispuestas a ser
mancilladas por una conversación de twiter en su teléfono móvil 4G. ¡Qué maravilla de
transgresión!, me imagino al bueno de Claudio tras conquistar la isla blanca escribiendo un fax al futuro en el cual describiese al bardo de Upon Avon lo bárbaro que es el día a día en esa tierra.
Creo que las vestales dejarían de serlo si hablaran por móvil…o también si se las follara un minotauro, esto también. Que un minotauro se pone y mancilla a la vestal y a todos sus antepasados de una sentada.
Creo que las vestales dejarían de serlo si hablaran por móvil…o también si se las follara un minotauro, esto también. Que un minotauro se pone y mancilla a la vestal y a todos sus antepasados de una sentada.
Los cursos de crecimiento personal son tan verdaderos como las noticias de Orwell en 1984.
Los días pasan y empiezo a pensar que echo de menos a Ella
Fitzgerald.
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