Dos pistoleros en el medio de una encrucijada se
preguntaban si era el sonido de sus armas el que estruendaba cada segundo a su
alrededor. Demasiado ruido para unas balas que aún estabán en el tambor de sus
revólveres pensó uno, el otro por su parte no sabía que pensar, el momento de
pensar se le pasó cuando Mary Jane le dijo que era el mejor hombre que había
estado con ella en la cama. Este pistolero, ausente, era Gin Gin Cassidy, más
conocido como Gin Gin Cassidy. Sus amigos le llamaban yimyim, su madre Jim y su
padre James. Le gustaba tomarse combinados de destilado de enebro con quinina, de ahí el apodo. El apellido no era el real, lo sacó de una novela basada en personajes
reales que atravesaban los Estados Unidos por rutas repletas de ácido lisérgico
y versos.
La encrucijada de ambos pistoleros se había construido por
el paso de los años, poco a poco los caminos que llevaban a Oz y a Creta se
fueron acercando hasta cruzarse allí, en el medio de la ensenada que era bañada
por el océano de las palabras de una duquesa ignota por ambos.
Todo esto ocurría al otro lado del universo paralelo que se
edificaba cada día sobre la mente de Gari, no tenía remedio, no tenía sentido,
no tenía más que un puñado de monedas mal acuñadas con las que intentaba pagar
su café consciente de que sería incapaz de leer en su superficie, no tenía
tinta en sus manos, no tenía postales que escribir, no tenía el amor entre sus
versos porque le prohibieron escribirlos, no tenía el sonido acentuado de mil
palabras usadas en el sur, no tenía telas para confeccionar el vestido con el
que se viste una duquesa al amanecer, no tenía sus guitarras ni minutos para
conciertos matutinos, no tenía troqueles para sus frases de metal.
Todo golpeaba su mente con el sentido de la nada o la nada
como sentido. Echaba de menos una sombra y era imposible que apareciera la
luna. Las sombras solo tienen sentido con luz, una sombra no existe sin luz, y
sabía que la luz de la sombra era cegadora, tanto que ya no sabía cómo
acercarse, tanta luz le pidió que se alejara. Y tampoco sabía cómo hacerlo.
Estruendar no existe, pero me gusta. Hay tantas cosas que me gustan sin que existan...
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