John Stuck tenía un matrimonio perfecto, una bella esposa,
una pareja de niños maravillosos Roscoe de 12 años y Sally de 10, y un dálmata
llamado Flick. La zona residencial donde vivían se componía de unas casas
individuales con un pequeño jardín delantero y una zona de barbacoas con
piscina común a todas ellas en el interior de una circunferencia formada por
las viviendas. Parecía la típica formación defensiva de caravanas sometida a un
ataque de los indios en plena estepa de Arizona.
La reputación de John era la de todos aquellos de la
comunidad, amable con sus vecinos, cumplidor en su trabajo y siempre dispuesto
a hacer un favor. Podría tener la tentación de describirle como un ser excepcional
pero no era así, era tan excepcional como cualquier marido de poco más de
cuarenta años que tenía la cabeza en lo que hay que hacer y que no dejaba un
resquicio a lo que era el deseo. Los deseos eran patrimonio de cuando tenías
veinte años, antes de conocer a Barbara, su mujer. Ahora el deseo era
confundido con lo que el mundo esperaba de ti, aquello que su padre –un viejo
oficinista que había vivido toda su vida como un terrateniente sin tierras,
presumiendo de una formación inexistente y de unos valores sospechosos-, le
había inculcado. “Sé tú mismo” le decía John Senior, “excepto cuando los demás
esperen que seas otro”. Y así John Stuck había ido elaborando su vida,
construyendo cada pequeño escalón de lo que era el edificio de su existencia.
Aquella noche de verano en que el mundo mostró su cara menos
amable, Roscoe había invitado a sus amigos de la escuela a la piscina. Una
barbacoa se preparaba para las ocho de la tarde, y a las siete los preparativos
del vecindario ya estaban en marcha, cervezas congeladas y bandejas de carne
circulaban de mano en mano entre los vecinos. Roscoe seguía en la piscina con
sus compañeros cuando Barbara se acercó a él para preguntarle si no era la hora
de irse despidiendo de ellos. Roscoe bromeó con la hora e intentó estirar un
poco más el tiempo. Ultimamente discutía mucho con ella, jamás aceptaba sus sugerencias y comenzaba una tensión que Barbara quería atribuir a la adolescencia cercana. John justificaba constantemente al chico y eso a Barbara le hacía sentirse culpable desde varias perspectivas, por un lado era el hecho de no conseguir que su marido la apoyara y, por otro lado, por la distancia que había ido creciendo entre su hijo y ella.
- Media hora más a cambio de un beso –dijo Roscoe desde el interior de la piscina, apoyado con sus brazos sobre el borde.
- Diez minutos Roscoe, tu hermana ya está en casa preparándose para la cena, y dame ese beso.
Cuando Barbara se agachó para recibir el beso de Roscoe,
éste intentó elevar su cuerpo sobre el borde de la piscina haciendo fuerza con
sus brazos, uno de ellos resbaló y en un movimiento inconsciente intentó
agarrar a su madre con el otro brazo. Barbara vio como la mano de Roscoe se
abrazaba a su cuello y la arrastraba sin remedio hacia el interior de la
piscina, sumergiéndose en el agua mientras en esas décimas de segundo elaboraba
todo lo que vendría a continuación. Regañar a Roscoe, salir empapada, despedir
a los amigos de su hijo de una manera cortes pero inapelabe, ir a casa
atravesando avergonzada la zona de jardín de la barbacoa, justificarse ante los
vecinos, llegar a casa, cambiarse y hablar con John sobre el comportamiento de
Roscoe. En ese momento vió la imagen de John tranquilo defendiendo a su hijo y
concediendo al histerismo el momento de enfado que Barbara exhibía. Fue muy
rápido. Cuando Barbara salió de la piscina, mojada, su concepción de la vida y
del amor también estaban empapadas, pero no de un deseo húmedo inconfesable,
sino de la rutina de años sin entender a su marido.
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