lunes, 2 de julio de 2018

Verano sin siestas...


Repitiendo Bill Evans...

Cuando te levantas dejando un rastro de sudor en el sofá, lógico en un verano sin azoteas y sin bicicletas que refresquen tu cara cuando pedaleas en sentido contrario a ningún lugar, cuando te levantas con ese sudor empapando el sofá – de escay de los años setenta, marrón, obscenamente viejuno, en el que te quedas pegado-, cuando ves que tu cuerpo está seco y el sofá empapado es cuando descubres que el sudor y las lágrimas son líquidos salados. Simplemente no sabes distinguirlos cuando el calor humedece tu piel.
El día a día del mundo se parece tan poco al mío que no sé muy bien las puertas que me llevan a uno u otro sitio, los caminos míos están nublados por una rutina incesante de desapego a mí mismo, por una tortura de realidad que me lleva a permanecer en la jungla de los abrazos olvidados, o aquellos que no aparecieron y fueron deseados en una montaña rusa de pasión y de pasión. Todo vestido de tul con una apariencia de verano con piscina y beduinas en el rincón que esperan una nueva fiesta para saborear un beso conocido en los sueños, deseado por la mañana, añorado a la tarde, planeado antes de dormir.
No sé muy bien el trayecto revolucionario de la literatura, ni siquiera se de un trayecto revolucionario que haya traido felicidad universal. Pero las revoluciones tienen eso, igual se ganan con tanques que se aplacan con blindados. La revolución de cada día solamente me la dan los libros y las canciones, a falta de un ahora o un después son gente como Beck o Bill Evans quienes van llenando la botella de algo de sentido, dejando el vacío para la siguiente botella que tengan que llenar. La putada es tener una bodega repleta de botellas vacías y saber qué podrían llenarse de palabras monegascas en áticos de placer, en jaimas de sexo enamorado.

Me gustaría que leyeras un cuento para mí cada día, como Scherezade. Seguramente no serían cuentos de sexo, pero al final del día lo recrearíamos para oler nuestros cuerpos de una maldita vez. Serían los mil y un cuentos que nadie escribió, los mil y un relatos que una guitarra podría cantar como si la acariciaras con tus cabellos.


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