El jardín otoñal aparecía gris, repleto de las palabras mudas que
no se pronunciaron cuando se despidieron mirando al suelo, sin el valor de
mirarse a los ojos. Los instantes fueron eternos y, sin embargo, no transcurrieron
más de diez segundos entre el “déjame marchar, te odio”, y el “no queremos
entendernos”. Apenas diez segundos, un momento fugaz que dinamitaba el ánimo de
los dos.
Anteriormente, la primavera acogía las mañanas de ambos con una alegría que
les permitía afrontar el resto del día con una sonrisa calmada que escondía el
placer de la tranquilidad junto con la urgencia por verse. La tranquilidad era
la cama en la que se acostaban para contemplar sus rostros, la urgencia era el
sexo desordenado, como un caballo sin riendas, a primera hora de la mañana en
la ducha o última hora de la tarde en la cocina. Y en la cama tenían un relato
de amor donde la almohada era el cobijo de sus sueños y sus respiraciones la
melodía que ponía banda sonora a sus noches para despertarse entre palabras húmedas
y labios de deseo. Él la esperaba en la ducha cada día y la ducha era la puerta
que abría el día con una visión de luz y de felicidad que no habían conocido.
El jardín otoñal rebosaba de penumbra, no sabían distinguir si era
la luz del atardecer de noviembre cediendo paso a la noche o si eran sus ánimos
los que ocupaban todo el espacio con un papel de estraza mohíno, impidiendo cualquier
resquicio de luminosidad. Sus palabras agostaban las plantas, dejándolas sedientas
mientras que se preguntaban qué había pasado en apenas seis meses. Todo
alrededor era lánguido y no podían ni sujetarse las manos, rehuyendo el
contacto.
Anteriormente, el verano repartía las horas entre la desnudez del calor y el
regocijo de las tardes con paseos por el Retiro madrileño y cervezas en la
calle hasta las tantas, aguardando a que la noche calurosa los acompañara a su
apartamento para disfrutar de su amor y de sus cuerpos. Días en los que se
paseaban desnudos por la cocina y el dormitorio y donde el perfume de sus
cuerpos impregnaba el paso de los días, donde las manos se buscaban por debajo
de las mesas de las terrazas, donde hablaban del último libro de Jay McInerney
o de una exposición de Hopper. Y la ducha matinal continuaba siendo la
constante del deseo, y los abrazos bajo el agua con sus cuerpos salpicados eran
la imagen que se quedaba, con los cristales empañados en el espejo, con un gusto
salado que saboreaban durante todo el día, mezcla de sudor, sexo y jabón.
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