DOS SOLES
Los soles de dos galaxias se retaban cada mañana en un
eterno juego de brisa universal con rayos incisivos. El caso es que las mañanas
eran distintas para ambos soles pues gobernaban astros distintos y los días no
eran marca de un único lugar pues Dios estaba esos días en otros asuntos de
mayor calado. Afortunadamente ninguna de las galaxias tenían bondades significativas,
una de ellas contenía un planeta habitado en exclusiva por seres del reproche
cuya única actividad era reprocharse unos a otros, pateándose, sin parar, así
día tras día. Otro de los planetas tenía solamente fauna vegetal, millones de
especies de plantas tristes que lloraban sin cesar. Entre reproches y lágrimas
no se podía vivir debió pensar Dios, y no se ocupó de las peleas de dichos
soles.
No eran galaxias con dos soles, cada una de ellas tenía el
suyo, bastante ególatra por otro lado. No soportaban tener una galaxia cerca
con otro sol. Y así estuvieron eones, peleando con sus rayos intentando
iluminar la galaxia del otro. Hasta que un día llegó un señor con zapatos
verdes.
El ocaso de las galaxias venía marcado por este señor que
llevaba un par de trajes en una maleta que no podía ver nadie y que llegaba
temprano por las mañanas para interrumpir el sueño en el que nadie dormía, el letargo
que nadie recordaba la noche anterior pues para un sol no había noche
anterior, ni posterior. No había noches.
Los soles son duros de oído y no escucharon como el señor de
zapatos verdes llegó y plantó su oficina de patentes en uno de los cinturones
de asteroides que orbitaban entre ambos soles. “Una especie de tierra de nadie
y de ambos” –pensó el hombrecillo-, y con la luz de ambos soles montó su
escritorio de madera de un planeta donde la madera cantaba, preparó sus
bolígrafos y esparció por la mesa todos los cuestionarios necesarios para
acabar con la estúpida pelea de los soles. En el cajón guardó dos impresos
especiales.
- ¿Vas a guardar los de destrucción de las galaxias? –entonó la madera del escritorio con una melodía que recordaba a un musical.
- Bueno, si hay que usarlos, que creo que será lo más probable, tampoco creo que sea necesario que lo sepan desde el principio.
- ¿Pero los planetas tienen culpa?
- Por supuesto que no. Aunque la verdad entre los reproches de uno y los llantos de otro no sé si puede vivir.
El escritorio asoció la frase del hombrecillo a una frase de
Dios pero, en su condición de madera cantante, tampoco podía reflexionar mucho al respecto.
Llevaba con el hombrecillo como unos doscientos mil años y lo máximo que había
reflexionado había sido acerca del sentido de que los cajones no fueran del
mismo árbol. Esta cuestión era incómoda porque cuando el hombrecillo no estaba
presente siempre se llevaban la contraria escritorio y cajones, en una sinfonía
cantada que solía resultar pesada. Demasiado recitativo.
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