martes, 17 de marzo de 2020

Día 2, desempolvando viejos ropajes




Días de plaga, pandemia, coronavirus, COVID_19 lo han bautizado, decretos de permanecer en las casas. Días de cerrar la puerta y echar la llave.

En estos tiempos de encierro, voluntario y obligado al mismo tiempo, en estos tiempos donde una pared de libros me contempla, en estos tiempos voy y recojo los trozos de mi alma que tengo arrinconados en las esquinas de mi cuarto. Las pequeñas esencias que configuran mi espíritu y que me iba quitando día tras día, como el que se desviste con la intención de lavar la ropa y volver a ponérsela en un tiempo cercano, pero esos pedazos de mí mismo no pasaban por el jabón reponedor, los dejaba tirados. Ya me los pondré, me decía, y así pasaban los días, semanas, meses…años. Con una parte de mí, de mis esencias, enmohecida, sepultada por lo insulso, por lo práctico, por la fealdad que nos rodea, por el famoso “día a día”.

Estos días me permiten limpiar, mi habitación, mi “día a día” se convierte en un tiempo para conmigo, para ver dónde estoy y encontrarme esos residuos de una vida pasada, para recogerlos, pasarles el jabón merecido e intentar que mi alma vuelva a beber de ellos. Uno no es el “día a día” porque el día a día que nos encontramos es el tic-tac de un reloj que no elegiste de manera absoluta, pero del que eres un engranaje. Ese día a día nos dice que debemos tener la suficiente grasa para seguir funcionando de manera suave, que debemos tener la rueda dentada con las aristas perfectas para no entorpecer el resto de los mecanismos. Y para ello nos cambiamos de ropajes, deslizamos nuestras pasiones adolescentes al final de la mesa, “ya me ocuparé de ellas en algún momento” nos lo decimos sin pensar que ese momento no llega nunca pues debemos seguir girando para que el mecanismo no se detenga, el reloj debe dar la hora. Todos los días, el día a día. Lo curioso es que las horas siempre son las mismas, no encontramos horas intrínsecamente distintas y los momentos que se suceden, los que sí llegan, llegan iguales unos a otros, pero nosotros seguimos engarzados en una rueda eterna e inviolable, seguimos formando parte de la rutina que lleva a los esclavos a empujar las ruedas que accionan una y otra vez las poleas que elevan toneladas de piedra, contribuyendo a construir una montaña de granito y pedernal cuyo fin no entendemos. Pero seguimos subiendo piedras.

Estos días desempolvo canciones y libros. Suenan melodías, Scott MacKenzie hablando de flores en la cabeza y me encuentro con “La Peste” de Camus. No se me ocurre mejor lectura para estos días, no soy de releer pero en esta ocasión me parece que es lo que toca. Recordaré en cada página los días en los que la leí por primera vez. Días en que lloraba más pues la sensibilidad es algo que te van quitando cuando te engranas en la maquinaria, antes me regía prácticamente por comportamientos sensibles con una dosis necesaria de practicidad. Ahora…

Recoger a Camus para volver a experimentar el secuestro al que la plaga somete la ciudad de Orán me resultará curioso. Cuando lo leí en su día no podía sospechar que una ciudad como Madrid o, simplemente, la ciudad en la que yo vivo, pudiera pasar por semejante trance. Experiencias raras, situaciones extrañas, confinamiento para evitar que el virus se extienda entre los ciudadanos. Informes y ruedas de prensa de los responsables. Calles vacías. Ciudad fantasma. Y el país que se engalana de silencio en una larga vigilia a modo de respeto y velatorio por los primeros que la enfermedad ha arrebatado. Horrores y miedos, salud y economía, y las paredes de ladrillo como muralla.

En estos días es tiempo de recomponer todo lo que se nos ha ido cayendo durante años de no saber a lo que renunciamos, de volver a juntar los pedazos auténticos de nuestra alma para, al menos, pegarlos y ponerlos en una limpia estantería. Tiempo de recoger nuestros ropajes del pasado para coserlos y volver a vestirlos aunque solamente sea los domingos, cuando volvamos a salir a las calles.

17/03/2020

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