Escribir cada principio de año cuando no escribes a lo largo del mismo me resulta un poco estúpido, es una traición a uno mismo. Traición extraña pues la traición real es la que se produce cada día del año en el que no te plantas frente a la hoja en blanco. Y, sin embargo, tengo la sensación de una falsedad especial cuando escribo después de tanto tiempo. La falsedad, esa que nos invade cada día allá donde miramos. Somos falsos cuando miramos a nuestras parejas, a nuestros amigos y más aún en el rutinario pasar de los días que van entre el primero y el quinto de cada semana.
Siendo nonis Ianuaris, que alguno
pensará que es el 9 pero al ser enero pues no, resulta que me pongo a escribir
como una manera habitual de dar la bienvenida al año. Pensando en el pasado
reciente me quedo con un disco nuevo recién descubierto, uno de unos
muchachitos llamados Slow Pulp los cuales en su segundo larga duración
reafirman el sonido de los noventa como su apuesta principal. Reminiscencias de
Feeder, Smashing Pumpkies, shoegaze… un
disco este Yard que me hace pensar que sigue habiendo chavales que no se dejan
arrastrar por “las modas” de lo que suena sin más y que tienen suficiente
personalidad como para apostar por lo que otros no escuchan. Que una banda del
2020 toque con sonidos noventeros es como una banda de 1990 toque con sonidos
sesenteros…más o menos –con las grandes distancias de la tecnología y la
madurez del rock en 1995 comparada con la de 1965-, y eso fue el brit pop.
Es un placer descubrirlos,
melodías que no se conforman con el punto amable y que tiran de guitarras
distorsionadas de vez en cuando para dar un toque oscuro a lo que presentan en
sus canciones. Medios tiempos agresivos o suaves, guitarras limpias o sucias,
simplemente rock indie con ganas de gustar y sin cortapisas ni tapujos por estar
alejados de raps, regatones o ritmos latinos tan empalagosos como autotuneados,
tan impersonales como conservadores pues siguen el patrón de lo “modelno mi
amol”.
Y llevo dos párrafos con Slow
Pulp cuando lo que estoy escuchando mientras desgrano estas ideas deslavazadas es
a Bill Evans, Young and Foolish del aristócrata del jazz. Ese tipo con gafas de
pasta y una vida atormentada que nos regaló la sutileza de su piano en cada
tema que acometía. Me acabo de dar cuenta de que no me he comprado un disco de
jazz desde hace mucho…¿quizás ninguno este año?
Acabo de mirarlo, me compré el
maravilloso swingin’ lovers de Sinatra este verano. No sé si cuenta como disco
de jazz, a mí me vale para salvar la bola de partido de año sin jazz. Además me
compré hace un año, el 11 de enero, el Let’s get it on, de Marvin Gaye que no
cuenta como jazz pero sí como música distinta…vamos, digo yo.
He visto que me he comprado dos
discos que he escuchado poco, uno el último de The National, me lo compré para
prepararme para el concierto al que luego no fui. El otro el de Pixies de Indie
Cindy. Esos junto con otros dos (el de Beth Gibbons y el de Regina Spektor) los
tengo que escuchar más.
Y este año se presenta con la
confianza en que el ser humano nunca decepciona, por regla general es egoísta,
no te puedes fiar de él si se juega algo, su palabra cuenta tanto como la
palabra de Loki –elige cuál de ellos-, y es tu amigo hasta que tiene que dar la
cara por tu amistad. En los momentos en que tienes que defender tu palabra
resulta que siempre te están llamando por teléfono o se te ha olvidado tu
palabra o…siempre hay un “o”. Las excusas son esclusas que contienen el vendaval
de vergüenza que tendríamos que soportar por nuestra falta de coherencia. Esas
excusas son las que hacen que renunciemos a mirarnos al espejo porque nuestra
imagen reflejada es muchísimo más fea de lo que nuestra amabilidad con nosotros
mismos nos permite imaginar. Dorian Gray lo sabía muy bien…por eso tenía el
cuadro escondido.
Empezamos un nuevo año…con la
esperanza de todos los años pasados.
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