Día cualquiera de un julio cualquiera de un año cualquiera.
Me pongo a Bloom, me compre el disco hace casi un año y lo
he escuchado casi nada. Soy así de imbécil. Disfruto de oírlo porque el disco
es una maravilla, y yo soy un idiota por no darle la oportunidad que se merece.
Pero mi idiotez es aumentante, porque hace tiempo las nuevas
bandas, los nuevos discos siempre tenían su hueco en mi cabeza. Ahora no tienen
hueco ni en mi cabeza ni en mi tiempo y es, simplemente, porque soy más mentira
de lo que era antes. Ahora no soy más que un maldito farol con una herencia de
literatura y música. Lo poco que sobrevive a una partida de póquer, los pocos
asideros para no ser un bluff total son mis libros ya leídos y mi músicas ya escuchadas.
Ahora apenas leo y apenas oigo cosas nuevas. Y eso es simplemente porque soy
idota.
Mi idiotez sufrió un proceso de revolución en un cajero parisino
mientras me preguntaba por qué no se abría una puerta para poder hablar de colores
de melocotón o de texturas imposibles o de sonidos caleidoscópicos. En ese
instante mi idiotez se apropió de un extenso territorio que no le pertenecía.
Arrebató, usurpó territorios a mi imbecilidad cultural, dejando paso a una
molicie estultícica en la que sigo imbuido.
Y no encuentro más que pequeñas instantáneas en que no ha
sido así. La lecutra, de Revolutionary Road, el descubrimiento de Love of
Lesbian, y unas cuantas decenas de malos poemas.
Ya no sé componer, o quizás se me olvidó. El caso es que no
lo hago.
Y un día cualquiera de un julio cualquiera de un año
cualquiera pienso en esto.