Mis dos hermanos son más familiares que yo, les gusta bastante ir por allí, a mi hermano básicamente para comer la paella de mamá, a Marta porque le encanta ahora hablar con mi madre sobre lo pesados que son los maridos (y eso que su marido era un buen tipo). Esto de criticar a los maridos es algo que cada vez veo más frecuente, todas las esposas de más de cuarenta años lo hacen lo cual me hace pensar que no tiene que ver con que lo piensen sino con un código hereditario que las lleva a buscar otro macho dominante porque el que tienen ahora se deja la cadena del váter sin tirar o por unos ronquidos siniestros o, simplemente, porque ya no le gusta la colonia que usa (si es que usa).
El caso es que la intervención de mi padre en los fines de semana conjuntos es como la que puede hacer una banda de ukeleles en un concierto de The Rolling Stones en Madrid…”vaya con los teloneros de mierda” pensarían los asistentes.
Así que un sábado cualquiera podías encontrarte a mi hermano buscando la paella o a mi hermana diciendo “mamá, es que está tonto, pues no me dice que ha apagado la luz de la cocina y resulta que estaba encendida” en una crítica vil a su marido, demostrando que era digno de ser juzgado por un alto tribunal de derechos humanos. Y yo iba a hablar con papá, “¿nos tomamos un chato papá?”. Un chato, así llama mi padre a los vasos de vino pequeños, un chato que solían ser cinco o seis antes de la hora de comer y que nos centraban a mi padre y a mí, nos ponían en perfecta disposición de sentarnos a la mesa. Mi padre para recibir las críticas de mi madre y yo para empezar con mi somnolencia ante las conversaciones de la mesa.
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