El Destacamento
Joseph me habló del coronel
Lumbert. Nadie más lo hizo. Estaba prohibido, no se podía hablar de nadie, no
se podía hablar de las misiones ni de nada apenas. Podíamos vomitar nuestras
palabras entre halitos sanguíneos que nos habían provocado cada uno de los
ejercicios del batallón. Pero ninguna queja.
Así pasábamos los días del
campamento mientras esperábamos entrar en combate. Así me lamía las heridas que
nunca quise tener. Así recordaba a mi padre y a mis hermanos. Mi madre venía
todas las semanas con algún cuento, esos que siempre me sacaban una tímida
sonrisa.
Yo le hablaba a mamá del coronel
Lumbert y ella no entendía nada, pero yo le explicaba que la luz de la luna
tenía mucho que ver con todo aquello a lo que renunciábamos pero no podía dar
más detalles porque no me lo permitían. Ella no lo entendía y, lo que es peor,
el coronel Lumbert tampoco porque nadie le veía. El coronel Lumbert no entendía
nada de sí mismo y, además, al parecer no había un coronel Lumbert al que
preguntar.
Los días pasaban a lo largo del
año, pero para mí no había ninguna diferencia excepto cuando hacía frío, mucho
frío, me decían que mamá me traería regalos de un tal San Nicolás. Nunca supe
muy bien lo que era el “San” pero tampoco parecía importante porque era alguien
que traía sonrisas y, con las sonrisas, hay poco que discutir. Lo cierto es que
por esas fecha mamá venía menos, debía ser por la nieve que se acumulaba en el
camino.
Cuando mamá aparecía lo hacía los
regalos del fulano verde. Me traía cosas que me parecían divinas e imposibles.
Pedazos de realidad deseados por unos, muchos, todos, los niños del planeta.
Pero era irreal, no podía tener los deseos de otros, no era un niño. Era un
adulto que vivía de manera insana en el deseo de los unicornios pasados…y
quería salir de ese distopía, pero quería hacerlo con una sonrisa.
Un día, con el sol pegando de
manera plana en Alaska, llegaron sonidos de realidades increíbles, de lugares
donde la realidad no podía sentirse confortable, de áticos neoyorquinos en los
años veinte… y entonces conocí a Francis Scott Fitzgerald. ¿Imposible? Bueno,
yo sé que le conocí y que un tal Ernest siempre estuvo muy nervioso ante su
presencia. A Ernest le conocí más tarde, cuando Scott me dijo que tenía un
amigo que le odiaba y que siempre quería pegarle para ver si su nariz era más
dura que una avellana. Cuando le pregunté a Ernest por las avellana me
respondió que para escribir una buena novela había que conocer mucho de frutos
secos. Scott deslizaba su cuerpo entre botellas de whisky, como si estuviera
desprovisto de huesos, y Ernest le señalaba sonriendo mientras afirmaba que así
era imposible escribir, sin tener siquiera la solidez de la cáscara de una
nuez. Ernest lo refería todo a los frutos secos y Scott se lamentaba de no
tener una bolsa de cacahuetes.
Alaska era un sitio muy
interesante para los que habíamos crecido en Albacete, se podía decir que era
un secarral como el manchego pero con nieve. Algunos no me entendían cuando
decía eso, por aquello de la nieve, pero yo sabía lo que pasaba por mi cabeza,
los lunes, el resto de la semana no me entendía pero importaba poco porque
tampoco entendía el clima de Cordova, un pueblo de Alaska de unos dos mil
habitantes. Cordova la fundaron unos españoles que se olvidaron la “b”. Y ahora
estaba allí nuestro destacamento. Yo esperaba a mamá los miércoles y ella venía
los jueves. Nunca la veía. Ni al coronel Lumbert.
Las tardes en Cordova -tiene
acento en la segunda o, así que pronunciadlo bien- era lánguidas. No porque
fueran aburridas sino porque era esdrújula la palabra que identificaba el
sentir. Las esdrújulas se valoraban mucho en el destacamento y lánguida era una
palabra que gustaba. Un día le dije a un compañero si no sería mejor sustituir
lánguido por universal. No le gustó la idea y yo tampoco acertaba a saber qué
quería proponerle. Terminamos jugando al póquer con cartas usadas y apostando
las vidas de nuestros compañeros de cuarto. Yo perdí pero como todo era un
simulacro solamente perdimos el cepillo de dientes de los compañeros. Al día
siguiente tuve que explicar por qué era mejor lavarse la boca con hebras de
caballo.
Alaska era fría, y como era un
niño entendía que era lo que tocaba. Los niños pasan frío y los adultos viven
en Miami. Así iba pasando los días, así y con canciones de Morrissey que solo
entendía a la mitad, siempre me quedaba pillado en el minuto y treinta y siete
segundos. A partir de ahí no entendía nada. Era algo matemático, a mí me
gustaba tener ese horizonte, sabía que todo el jugo lo tenía que sacar antes de
los noventa y siete segundos, y me aplicaba en ello.
Estuvimos poco tiempo en Alaska,
unos cuarenta y cinco años, cuando nos fuimos todos teníamos nuestros recuerdos
intrincados con los de las nieves de la tierra vendida por los zares. Yo
recordaba Albacete y me decía que Alaska era más interesante, tenía blancos y
verdes, Albacete tenía mucho amarillo. Mis compañeros de cuarto solamente
pensaban en llorar, yo lloraba, era mejor hacerlo que pensarlos o, al menos,
eso pensaba yo.
De vez en cuando el destacamento
salía del campamento fijo de Cordova y al cabo del tiempo teníamos que regresar
a Alaska, el viaje siempre se nos hacía largo. Una de las veces volvimos
andando desde Chile, cosa que a nuestro capitán le sorprendía porque cuando le
preguntábamos por qué no podíamos coger un tren siempre decía “no lo entiendo,
no lo entiendo”. El caso es que nos pusimos a andar una mañana, con más ánimo
que fuerzas y, al cabo del día, habíamos llegado por fin a Moscú donde hacía
frío, pero menos que en Cordova. Le preguntamos a un señor con gorro si había
algo que hacer a las ocho de la tarde. Nos respondió que ese día no había
ejecuciones así que lo mejor sería bailar Kolo porque había unos tipos de
Bosnia que andaban buscando fondos para un festival de música. Yo les dije que
podía tocar el ukelele y ellos me dijeron que por fin alguien conocía el
instrumento tradicional de Bosnia, luego me dieron una falda de flores y una
adhesión a Estados Unidos como el estado número 51 y me confesaron que habían
estado en Woodstock en el siglo XVII preparando un festival. Yo no me veía con
ánimo de tocar en directo y les pedí un te con menta. Me dieron un julepe y me
fui corriendo.
Volver desde Chile tiene un
problema. La música. Vinieron unos cuantos a hablarnos de Santa María de
Iquique. Eran un poco pesados, a mí me gustaba mucho el disco pero me di cuenta
de que todos los que estaban hablándonos de las minas no sabían de qué iba el
asunto así que me empecé a aburrir. Hablaban de cosas que habían oído en
fiestas de champagne y las reivindicaban como si fueran propias. Me generaba
somnolencia y decidí fumar unas semillas de trigo que eran infumables y me
provocaron un estado distinto.
Como volvíamos andando desde
Chile, al pasar por Bolivia nos agobiaron los ponchos. A mí el poncho nunca me
ha gustado, ni el julepe. Pero querían hablarnos con esas indumentarias y yo no
podía responder…el destacamento tampoco. Una de las veces Francisco, el más
joven de todos y que parecía ungido por la divinidad, tiró una granada de mano
y, tras la deflagración se puso a devorar extremidades sanguinolentas. Le
tuvimos que decir que no era el momento y paró. Las víctimas maldecían el día
aquel hasta que volvieron a crecerles las distintas partes mutiladas. Luego
hicimos una cena y Francisco se deflagró para ellos, luego mutó en almendra y
volvió a ser humano poco antes de las doce.
Caminar desde Chile hasta Alaska
es tedioso. Solían decirnos que es una forma de crecer, nos lo decían a la vez
que ponían a Cannonball Aderley en unos altavoces que llevaba un asno, uno de
cuatro patas, Jorgorian no lo llevaba, aunque parecía un buen jumento.
Jorgorian era bielorruso, hablaba japonés, y parecía italiano por sus gestos
con las manos. Cuando le preguntabas por Minsk te respondía しかし、あなたは何と言いますか, y
sonaba como Shikashi, anata wa nan to iimasu ka, le gustaba hablarnos en
japonés, nunca le oí hablar en ruso, pero tampoco sabía yo distinguir el ruso
del japonés. Un día nos llegó un mensaje del coronel Lumbert y nos dijo que no
le preguntáramos más por Minsk, que su respuesta era “pero ¿qué dices?”. Esto
nos decepcionó mucho porque todos pensábamos que era una frase con un saber
profundo. Tony Legal dijo que significaba “Si yo soy tu padre, entonces ¿por
qué tengo los cojones de tu abuelo?”, pero no era así.
En cualquier caso Jorgorian
parecía muy burro pero no llevaba altavoces. Eran días enteros escuchando el
saxo y algunos se volvieron muy onanistas, dicen que por escuchar instrumentos
de viento. Yo creo que era por el placer, el gustirrinín. Eso lo decía un tío mío,
“date gustirrinín en los bares de carretera”, me decía cuando mamá estaba
despistada. Papá miraba por la ventana, esperando la luna, “cuando llegue la
luna va a ser espeluznante” decía. La luna llegaba todos los días, a veces con
helados, pero a mí no me resultaba espeluznante.
Seguíamos andando, día tras día,
sin descanso. A Francisco, el jovenzuelo, se le gastaron las suelas de las
botas y tuvo que andar con las plantas varios días, hasta llegar a un poblado
armenio, cerca de Quito. Le ofrecieron gachas para los pies, un poco manidas
ya, pero al parecer eran buenas para sustituir al caucho. Las gachas y el
caucho se llevan mal, dicen que por la “che”, las gachas han querido ser más de
lo que son y el caucho se ha llevado el mérito de los neumáticos y los
condones. Eso se lo explicaron a Francisco en Ecuador, no te fíes del caucho,
ponte gachas, muchacho, ponte gachas. Y eso hizo Francisco, hasta que murió por
una hemorragia plantar. Cuando estaba delirando nos contó que la culpa era de
Steve Jobs, que no le avisó con tiempo. Ninguno conocíamos al tipo de Frisco
así que decidimos que lo mejor era comprar en tiendas on line. La conexión
entre un evento y el otro no la vimos clara pero Fullham, John Fullham, nos
dijo que él sabía cómo iba todo y que lo iba a guardar en un papel tornasolado.
El enigma era el pH, y como todo buen enigma estábamos en la obligación de
ignorarlos.
Jorgorian no hablaba con nadie, seguramente
porque no entendíamos el japonés. Y Fullham solo hablaba los miércoles, el
resto de los días se quedaba mirando fijamente a Jorgorian mientras
caminábamos. Así uno y otro día. Ambos eran una pareja admirable, eran capaces
de aguantar años bajo el agua, eso decía Fullham, los miércoles. Un jueves decidió
mostrarnos lo cierto de sus palabras, y le tomó tanto gusto que tras cuatro
días acampados al pie del embalse del Pañol, esperando que saliera del mismo,
nos dimos cuenta que iba a estar varios años sumergido y decidimos levantar el
campamento para continuar nuestro camino a Alaska. Cuando mirabas a Jorgorian
veías muecas de una sonrisa que antes no se percibía. Pasados unos días, un
miércoles, Jorgorian comenzó a hablar en perfecto andaluz, nos soltó “en honó
ar Fulan voy a sortá palabra los miércoles, mi arma o pisha, que aún no zé si
zoy más de Cai o zevillano”. Desde aquel día Jorgorian nos soltaba algo cada
miércoles en honor Fullham
Éramos niños caminando hacia el
norte, pero algunos teníamos más de 50 años, unos niños talluditos como decía el
capitán, Johnny Croquer. El capitán era el sobrino segundo del dedo meñique del
Coronel Lumbert. Nació de un padrastro un sábado, aprovechando que era fin de
semana y echaban Informe Semanal a las diez de la noche. El capitán Croquer nos
decía siempre que era un apósito del coronel, yo no sabía lo que era un apósito
ni tampoco había visto al coronel…en esos momentos me acordaba de mamá pero
ella siempre estaba tendiendo la ropa. Un día que no tendía intenté acordarme
de ella y apareció un paquete de madalenas en la cama. Se las comió Rocky
Ibáñez, mi compañero de habitación. Se comió todas, 24 madalenas, le dio una
indigestión y se convirtió en sobaco. Sobaco de un mayordomo japonés, Keito,
era uno que iba siempre con el capitán Croquer y cuando Ibáñez estaba
aposentado en la axila le hablaba como contándole cuentos orientales. A mí me
gustaba oírlos, a otros no.
Caminar sin descanso diurno es un
tostón, así nos pasamos prácticamente cinco años con la vista puesta en Alaska.
El capitán Croquer nos arengaba como podía, pero se le veía que estaba también
un poco harto. Le pregunté por el coronel Lumbert y me respondió con una mirada
insidiosa, como queriendo que mis labios se sellaran con Loctite, se le veía en
su mirada, no quería otra marca de pegamento, solamente Loctite. Dos días
después le pregunté si no le valdría otra marca y algo malhumorado me untó los
labios y los dedos de las manos de Loctite y me dijo que juntara todo. Un
capitán de un destacamento en la frontera de Panamá manda mucho y yo obedecí
sin rechistar. Estuve sin poder vestirme varios días…ni desvestirme. Pero
Croquer era comprensivo, me liberó de hacer ejercicio y me puso a vigilar los
cóndores. Lamentablemente habíamos dejado Chile hacía meses y los únicos
cóndores que vi eran los de unas camisetas del Club Deportivo Cóndor de Bogotá,
las llevaban un par de adolescentes que alardeaban de ser del club colombiano.
Yo se lo dije al capitán y él me habló del coronel Lumbert y su pasión por los
cóndores y su técnica para jugar al golf. Mamá llamó por teléfono cuando
Croquer me explicaba cómo usar el putt cuando estabas a más de 200 metros del
hoyo. Mamá quería contarme que tenía muchas cosas que contarme. Yo me eché a
llorar y el capitán me puso una medalla. Una muy bonita, se la mandé a mamá, no
la usé nunca en el uniforme porque el uniforme debía hacer honor a su nombre y
una medalla no lo hacía uniforme.
Llegar a México es un placer,
sobre todo cuando te han perseguido coyotes albaneses. Es algo habitual en
Panamá, si eres un destacamento que viaja a Alaska hay varias granjas de
coyotes que se liberan con el único objetivo de sacrificar un peroné al Dios de
los coyotes. Esta práctica habitual sorprendió a algún pipiolo del grupo, se
puso a gritar de manera desabrida clamando por un abogado neoyorquino. Yo me
acerqué a él y le pregunté si veía alguna diferencia entre un coyote y un
neoyorquino. Me respondió rápidamente que sí, “el acento”, y no pude rebatirle.
A cambio la di una colección de cromos de Ulises 31 y él me dijo que prefería
un coyote. Cuando empezamos a correr con una jauría de coyotes hambrientos a
nuestras espaldas pasamos al lado de un parte derruida del muro de Berlín. Los
coyotes panameños se sienten incómodos con el muro de Berlín, es como si fuera
su Némesis, les genera urticaria y empiezan a rascarse las orejas sin parar.
Nos paramos todos y viendo el picor en los animales decidimos aprender parkour.
Con las piedras pintadas comenzamos a saltar y yo me torcí los dos tobillos y
tuve una lesión de menisco, todos nos reímos con mis huesos del revés y
conseguimos devorar una serpiente que tenía una baraja de cartas. Los coyotes,
mientras tanto, nos observaban a unos cuantos metros a la vez que decidían si la
mecánica cuántica podía resolver algunos enigmas relativistas. Yo llamé a un
coyote, Juan, y le pedí fuego, él me pasó un cubo con magma y lo puse en el
centro del destacamento para empezar a pensar.
Antes de llegar a México nos
tomamos un café en Marrakech, nos acompañó uno de los coyotes y mamá que había
pasado por allí para hacer la compra. Mamá nos preguntó si nos lavaban bien la
ropa y el coyote, con un cigarro entre sus colmillos, respondió que no hay ropa
bien lavada sino calzoncillos bien sucios. Yo no entendí aquello pero mamá se
pidió un whisky para celebrarlo. El capitán Croquer se pidió una hamburguesa y
Jorgorian aprovechó que era miércoles para recitar un poema de 356 versos en
griego antiguo en el cual se denostaban un efebo y un cervatillo por averiguar
si las calesas de Atenas debían atender a turistas irlandeses. Mamá aplaudió al
final y salió corriendo porque le cerraban el súper. En media hora cerraban el
café y como mamá no volvía abandonamos Marrakech para entrar en México. El
coyote se quedó negociando algunos asuntos de sustancias ilegales, cuernos de
unicornio o algo así.
En México el tiempo funciona al
revés, no es que vaya hacia atrás sino que llegas puntual a los sitios. Si
llegas tarde a un sitio entonces apareces de nuevo en el lugar de partida pero
con tiempo suficiente para llegar a la hora. Y es que en México la puntualidad
la llevan a rajatabla los viernes, nosotros llegamos un jueves, con lo cual
tuvimos menos de 24 horas para llegar tarde a los sitios. El viernes reservamos
en varios sitios distintos para comer y cenar, era la forma de intentar llegar
tarde, pero fue imposible. El resultado es que nos inflamos de comer. Comimos
tanto que varias portuguesas se manifestaron por la cosecha de trigo de los
próximos cinco años. Las portuguesas tenían ganas de juerga porque los carteles
estaban rotulados con pintauñas fucsia que al parecer significaba que querían
dormitar con sementales austriacos. En el destacamento no había ningún
austriaco, había uno al salir de Chile pero se quedó en Bolivia buscando
consonantes. El caso es que no hicimos más que comer, cuando terminabas en un restaurante
y aparecías tarde en otro volvías a estar en el lugar donde habíamos acampado
para llegar a tiempo al sitio. Así en cada restaurante. Comimos unas ocho veces
y otras 8 cenas. Por la noche vomitamos varias veces, algunos vomitaban en
serbio, que es una forma distinta de vomitar, comienzan por la verdura y
terminan con los alimentos de más de tres sílabas –espagueti, hamburguesa,
tiramisú,…-, los que vomitábamos en español solíamos arrojar inmundicias sin
ton ni son pero conseguíamos elaborar un bonito castillo de bilis con sus
almenas y torreones.
Algunos piensan que en México hay
mucha droga… yo no lo sé, pero Jorgorian me dijo que estuviera atento por si
aparecía el Coronel Lumbert. Al parecer el coronel tenía vínculos con los
productores de sustancias alucinógenas, pero yo no quería oir esas historias,
yo quería pensar en mamá. Se lo dije a Jorgorian y me dio un caramelo. Al rato
estaba con mamá bailando foxtrot con unos rumanos en pleno solsticio de verano.
Dos simios nos aplaudían y Juan, el coyote de Bolivia, apostaba con un serbio
que la música sería reguetón antes del amanecer. En ese rato no amaneció y Juan
se encaró con el serbio al que retó a un duelo de dardos. Juan era zurdo y
lanzó todos los dardos con la boca, el serbio era serbio y lanzó los dardos un
inglés en su lugar. Ganó el serbio así que asaron a Juan en una parrilla y
repartieron sus extremidades entre los zurdos del lugar. Me dio pena Juan…más tarde
me enteré de que era croupier en un casino de Las Vegas.
En México estuvimos más tiempo
del que teníamos que estar. Eso lo supe porque cuando llegamos, el capitán
Croquer me dijo que no deberíamos estar más de dos días. Y llevábamos 7 meses y
medio cuando le volví a preguntar. Me respondió “todo está en orden”, y no le
debió convencer la cara que puse ante su respuesta porque apostilló “en orden según las órdenes del coronel
Lumbert”. Ante eso me callé, no podía poner en duda nada de alguien de quien
podría dudar hasta de su propia existencia. El caso es que llevábamos más de
siete meses en México, la mitad del destacamento estábamos en Jalisco y la otra
mitad en Tijuana. Lo sorteamos a piedra, papel y tijera. El que podía iba a
Tijuana. Jalisco era distinto, lo importante era salir sin rajarse, ya lo decía
la canción. Al parecer era alto el índice de suicidios por arma blanca. Además,
estaba el tema del paso del tiempo. Sabíamos que llevábamos siete meses porque
varios del destacamento dieron a luz a bebes sietemesinos. Al poco de nacer ya
estaban dando conferencias como socios de McKinsey en México DF. Pero cuando
decían “Estamos orgullosos de estar en México DF”, inmediatamente se levantaban
del público varios sicarios, sin jachis, dos de ellos siempre eran simios
chimpancés vestidos con el uniforme del West Bromwich Albion, que disparaban de
manera reiterada a los bebés recién nacidos. Una vez terminada la orgía de
sangre los ejecutores soltaban “Esto es Ciudad de México”, y recibían una
sonora ovación por parte de los bebés moribundos. Era todo muy romántico porque
terminaba con una homilía de un cura que imitaba al cura Hidalgo que comenzaban
diciendo “El indulto es para los transversales no para los que gozan del
champán.” Nadie entendía nada pero inmediatamente se ponían todos a bailar unos
corridos.
Los días eran largos en Ciudad de
México, eso nos decían, pero yo estaba en Jalisco. Allí los días eran nublados
los jueves, justo el día después de que Jorgorian hablara siguiendo la
costumbre de Fullham. Los jueves en Jalisco eran grises al parece por la
coincidencia de J en la primera letra de la ciudad y del día. “Si el día
empieza por la misma letra que la ciudad en este país se nubla la ciudad” nos
dijo un fulano que iba en bicicleta en Jalisco. El señor llevaba un par de
perros en cada hombro y los perros le azotaban las orejas con bofetadas muy
contundentes. Eso me lo contó Leandro, que era un señor de Badajoz que estaba
en el destacamento por error. Llevaba unos 24 años por error y ya me decía
“pues ahora cómo le voy a decir al coronel que yo soy el fontanero que tenía
que arreglar las letrinas hace veinticuatro años”. Leandro parecía un
adolescente, generaba el aspecto de un efebo griego y de manera recurrente
terminaba practicando sexo anal con algún luxemburgués. Había dos en el
destacamento y un día Leandro me dijo que “se m’acabao el amor de tanto usarlo,
porque, sabe usté, lo uso solo con dos y uno ya se agota de no poder sorprender
con una cena romántica”. El pobre Leandro era un romántico, por eso se compró
un libro de Shelley y cuando estábamos por Ontario se fue a un lago a crear una
criatura a partir de cadáveres. La barca se le hundió y la criatura regresó a
Alaska con el destacamento en vez de Leandro, pero eso fue más adelante.
Jorgorian estaba en Tijuana.
Cuando pasamos la frontera me dijo que había conocido al fin a su padre. Al
parecer Jorgorian era huérfano y había ido saltando de hospicio y orfanato desde
los cuatro años. Sus padres, eso le habían dicho, habían muerto en la batalla
de Lepanto, al lado de Don Juan de Austria su padre, y su madre con Alí Bajá.
Esto no fue porque se llevaran mal sino porque cuando jugaban a cualquier cosa
siempre elegían bandos distintos por aquello de a ver quien ganaba. Jorgorian
me contaba que su padre había fenecido mientras le cortaba la mano a Cervantes,
lo hacía para que fuera famoso, que un tipo con las dos manos no iba a ningún
lado, y Cervantes lo vio bastante razonable. Cuando se la cortaba llegó una
bala de culebrina turca que le cambió la dentadura al padre de Jorgorian y le
asustó tanto que decidió suspender su estancia terrenal. Eso me dijo Jorgorian.
Pero al parecer no había sido así. Su padre llegó a tierra y decidió que su
vida había dado muchos tumbos y ni siquiera conocía la pentatónica menor. Así
que se dedicó a aprender a tocar blues en el siglo XVI. Le vino un poco antes
de tiempo pero bueno, así tuvo tiempo de perfeccionar el estilo. El caso es que
dando tumbos el padre de Jorgorian había terminado siendo negro en Tijuana,
tocando blues en español. “El español es el idioma del blues, porque lo decía
Miguel Ríos”, esta era otra de las frases que soltaba Jorgorian los miércoles.
Quizás porque ya intuía de dónde venía.
Cada noche soñábamos en México
con hacer el amor a alguien especial, nos pasaba a todos, y todos soñábamos con
una persona que llevábamos tiempo olvidada. Todos teníamos una cicatriz en el
alma que nos llevaba de la mano hacia un recuerdo que necesitábamos mirar a los
ojos. La noche de México nos conducía siempre a ese momento, y el caso es que
cada día, cada noche que pasaba así, nos sentíamos mejor. Cada noche estábamos
más cerca de mirar a la cara a ese recuerdo, cada noche estábamos más cerca de
hablarle, de entender qué parte de nuestro espíritu se quedó perdido entre sus
manos. Qué granos de arena se escurrieron entre sus dedos. Cada noche
recogíamos cada uno de esos granos, cada día, cada mañana quedaban menos que
recoger. Las noches de México, durante siete meses, nos iban brindando un
restaño del alma que jamás habíamos imaginado. Cada mañana yo pensaba en mamá,
y ella aparecía con un rodillo en la habitación de al lado. Grazziani entraba
en mi cuarto y me decía, “ya ha venido tu madre y me ha vuelto a abrir la
crisma con el rodillo”. Así todos los días, por fortuna se la abría por sitios
distintos y los puntos no iban siempre al mismo sitio.
Que mamá no entrara en mi
habitación me parecía extraño. La llamé varios días por la mañana, pero siempre
aparecía Grazziani y, cuando iba corriendo a su habitación, ella ya no estaba.
“Debe tener que ver con quien hice el amor esta noche… con Verónica”. Mamá no
conocía a Verónica salvo por las cartas que me robaba cuando la escribía. A
Verónica solamente la conocía yo. Era mi secreto. Y Verónica tampoco lo sabía,
pero Verónica no aparecía con un rodillo. Verónica seguía en la Toscana. Esa es
otra historia. Pero joder, cuantas pajas me hice en México pensando en ella. El
onanismo en México era deporte nacional, estaban las ligas mayores, las menores
y los campeonatos amateur. Yo, a los tres meses de estar en Jalisco me inscribí
en los campeonatos amateur, regionales, y quedé en muy buena posición.
Subcampeón en modalidad de onanismo precociego. La competición se medía por la
rapidez y porque tenías que tener una venda en los ojos. Había otras
modalidades, la de porno estático, porno dinámico y la de en vivo sin
palpación. Esta era para muy expertos y nuestro capitán Croquer llegó a ser
medalla de oro, pero esa es otra historia.
En el destacamento teníamos un
psicólogo, un cura, un tarotista y un cortador de jamón. Cuando tenías
problemas sacabas una bola de un bombo de bingo y según el número ibas a uno o
a otro. Al parecer el que mejores resultados proporcionaba a los miembros del destacamento
era el cortador de jamón, se llamaba John Juánez. Le llamábamos Goody. Y
Croquer se refería a él como “el inodoro”. John le decía al capitán que tenía
rango de comandante y que se arriesgaba a una sanción y el capitán Croquer le
respondía “Sanción de inodoro, mira como me comes la polla con decoro”. Y John
Juánez, Goody, se ponía a llorar…y yo también, no me gusta cómo el capitán se
mofaba de la gente. No estaba bien. El comandante Juánez nunca tuvo el respeto
del que gozaba Croquer, pero era buena gente. Las mejores sesiones las tenías
con él cuando había jamón de pata negra, cortaba las patas que daba gusto
mientras te daba ideas sobre cómo dominar la psique más primitiva. Juánez usaba el jamón en plan Winnicot,
como un objeto en el que centrar el rol que podías tener en tu entorno
psicosocial, y eso le salía mejor cuanto más veteada estaba la pata. Recuerdo a
Wilfred, un sudanés del destacamento con impulsos suicidas por la fragmentación
psicótica del mundo que le produjo la visión del Séptimo Sello de Bergman, que
a la segunda sesión con una ración de Jabugo cortada a cuchillo salió diciendo
que Bergman era un perfecto imbécil y que le dieran “fino LaIna y jamonsito”
que estaba hasta los cojones del suicidio y que lo quería era veranera en Sanlúcar.