Cuando tuve unos días de permiso aproveché el autobús 215 que salía de Cordova y te dejaba en la mismísima puerta del Sol, en el centro de Madrid. Me dije que era momento de aprovechar la oportunidad del tiempo libre para conocer una ciudad típica del Swinging London. Al parecer Madrid en 1966 no era muy de ese rollo, de eso me enteré más tarde, cuando unos tipos vestidos de gris me dieron una buena somanta de palos con porras y mocasines de señoritos de bien que ayudaban a los de gris a cumplir su pacífica labor.
Los días libres nos los concedió el Coronel Lumbert por el
éxito de nuestra vuelta de Chile sin olvidarnos de comprarle piedra pómez para
las durezas de sus pies. Nadie, que sepamos, le compró la piedra pómez pero los
días de permiso nos llegaron a todos junto con un matasuegras y un calendario
con todos los meses llamados diciembre y 42 días lunes, uno detrás de otro, en
cada mes.
Como cuando cogí el autobús en Alaska era mediodía, me
dispuse a tomarme un bocadillo nada más empezar el trayecto, tenía mortadela en
el pan y tenía pan en el papel de plata, así que tiré la mortadela y el pan se
lo di a un señor vestido de gaitero que hablaba como muy albanés y estaba sentado
unas cuantas filas más atrás de mi sitio. Con el papel de plata que me quedaba
hice una bola, no sin antes lamerlo de manera ansiosa para sacar el último
resquicio de sabor a mortadela o harina horneada. Tras eso tiré la pelota de
papel de plata a una especie de estuche de pinturas de cera que tenían en cada
asiento y le pregunté al gaitero si llegábamos exactamente a Madrid en 1966 o
podría haber paradas que nos llevaran a los años ochenta en plena movida. El
señor me respondió con los primeros acordes de Flower of Scotland interpretados
por sus cavidades nasales, la gaita no se la había dejado pasar el conductor
porque el señor vestía un kilt de un clan que no le gustaba. Le pregunté al
conductor si era escocés y me dijo que sí, del mismísimo centro de Almería,
escocés de pura cepa. Tras ello me regaló un regaliz y un palulú, y arrancó el
autobús mientras la gaita se quedaba en tierra y el escocés bramaba con un
acento de Blloku. Me acordé de Jorgorian y su facilidad para idiomas del este
de Europa pero me dio un poco igual, el acento del escocés era de un albanés
muy entendible y rápidamente supe que se quejaba porque los cordones de los
zapatos de su acompañante, un simio con mirada muy hegeliana, le apretaban. El
simio le miraba de un modo displicente como diciéndole “Aquel para quien el
pensamiento no sea lo único verdadero, lo supremo, no puede juzgar en absoluto
el modo filosófico.”
Así comenzó mi trayecto de fin de semana partiendo de Alaska
en 2018 con vistas a pasar un par de días en la escena de la moda londinense de
Londres en el Madrid de 1966.
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