domingo, 27 de enero de 2019

Y así es cómo se me va la olla...




DOS SOLES


Los soles de dos galaxias se retaban cada mañana en un eterno juego de brisa universal con rayos incisivos. El caso es que las mañanas eran distintas para ambos soles pues gobernaban astros distintos y los días no eran marca de un único lugar pues Dios estaba esos días en otros asuntos de mayor calado. Afortunadamente ninguna de las galaxias tenían bondades significativas, una de ellas contenía un planeta habitado en exclusiva por seres del reproche cuya única actividad era reprocharse unos a otros, pateándose, sin parar, así día tras día. Otro de los planetas tenía solamente fauna vegetal, millones de especies de plantas tristes que lloraban sin cesar. Entre reproches y lágrimas no se podía vivir debió pensar Dios, y no se ocupó de las peleas de dichos soles.

No eran galaxias con dos soles, cada una de ellas tenía el suyo, bastante ególatra por otro lado. No soportaban tener una galaxia cerca con otro sol. Y así estuvieron eones, peleando con sus rayos intentando iluminar la galaxia del otro. Hasta que un día llegó un señor con zapatos verdes.

El ocaso de las galaxias venía marcado por este señor que llevaba un par de trajes en una maleta que no podía ver nadie y que llegaba temprano por las mañanas para interrumpir el sueño en el que nadie dormía, el letargo que nadie recordaba la noche anterior pues para un sol no había noche anterior, ni posterior. No había noches.

Los soles son duros de oído y no escucharon como el señor de zapatos verdes llegó y plantó su oficina de patentes en uno de los cinturones de asteroides que orbitaban entre ambos soles. “Una especie de tierra de nadie y de ambos” –pensó el hombrecillo-, y con la luz de ambos soles montó su escritorio de madera de un planeta donde la madera cantaba, preparó sus bolígrafos y esparció por la mesa todos los cuestionarios necesarios para acabar con la estúpida pelea de los soles. En el cajón guardó dos impresos especiales.

  •         ¿Vas a guardar los de destrucción de las galaxias? –entonó la madera del escritorio con una melodía que recordaba a un musical.
  •           Bueno, si hay que usarlos, que creo que será lo más probable, tampoco creo que sea necesario que lo sepan desde el principio.
  •           ¿Pero los planetas tienen culpa?
  •           Por supuesto que no. Aunque la verdad entre los reproches de uno y los llantos de otro no sé si puede vivir.
El escritorio asoció la frase del hombrecillo a una frase de Dios pero, en su condición de madera cantante, tampoco podía reflexionar mucho al respecto. Llevaba con el hombrecillo como unos doscientos mil años y lo máximo que había reflexionado había sido acerca del sentido de que los cajones no fueran del mismo árbol. Esta cuestión era incómoda porque cuando el hombrecillo no estaba presente siempre se llevaban la contraria escritorio y cajones, en una sinfonía cantada que solía resultar pesada. Demasiado recitativo.


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