miércoles, 24 de agosto de 2022

Lamento del que no fue a la guerra

No tuve tus fuerzas,

ni la luz de la aurora,

ni el pandeo de los peces,

ni la resistencia que esperabas.

No tuve, por no tener,

ni ganas,

se me apagaron con la luz

de una, toda, misma mañana.

No tuve los arrestos

que tiene el perro de caza

persiguiendo a los conejos

hasta que despunta el alba.

No tuve los consejos

ni las manos, ni las mañas de los hombres,

no tuve ni siquiera la destreza de los versos

ni la astucia de los que viven ocultos sin nombre.

No tuve nada...y después, en el lecho, en tu cama

loca me acariciabas el alma mientras decías

"por no tener no me tienes, y las caricias

se las llevan los mantos que no abrigan tu cama".

Creo que así podemos dejarlo...

 

El trayecto de México a Texas fue muy anodino. Cuando por fin conseguimos salir de México era un día de equinoccio, el de otoño, por eso las personas tiraban hojas de papel a nuestro paso. Eran hojas caducas, de los diarios cuyas noticias pasaban de ser actualidad al pasado más remoto en cuestión de segundos. En México el pasado llega muy rápido, cuando te quieres dar cuenta ya estás en el pasado y luego cuesta mucho volver al presente porque siempre te topas con algún funcionario que te pide un formulario completo.

Caminamos sobre los papeles hasta llegar a la frontera, en el Río Grande, el Bravo en el lado mexicano. Me resultaba curioso que el nombre del río fuera distinto según el lado de la frontera en el que estuvieras y que ambos fueran en español cuando en el lado de Estados Unidos se hablaba inglés. Luego pensé que Big River sonaba peor que Río Grande y que los yankis adoptarían ese nombre por una cuestión estética. Otro día uno me dijo que en Texas antes se hablaba español y de ahí el nombre. Pero me pareció que era un poco tonta la explicación y, sobre todo, muy poco frívola y elegante, así que decidí que no era la auténtica.

Cruzamos por Ojinaga y llegamos a Presidio lo cual nos hizo sentirnos a todos muy mal. No nos parecía justo llegar a un lugar de ese nombre tras años de camino desde Chile. Croque nos contó que estar en Presidio sin haber pasado por un juez es todo un hito, a mí me pareció una perfecta estupidez digna de Croquer –por aquel momento ya comencé a no respetarlo pues me parecía una sandía-, y Joseph, que iba andando al lado de Croquer como gato explorador le dijo si iba a seguir soltando sandeces. Tras ello Croquer se azotó a sí mismo con su bastón de mando y Joseph le meó encima, luego nos dijo que el meado de gato alimenta. Yo le pregunté a Giuseppe cuánto alimentaba el meado de gato y él me respondió que tanto como la piedra pómez contribuye al bienestar de Estocolmo.

Una vez en Texas nos preguntamos cómo podríamos llegar a Alaska tras llevas años caminando. En ese momento pensé que sería un buen punto para abandonar un relato y dejar las aventuras de Texas para otro relato. Solo quiero reseñar que un día llegamos a Alaska…desde Honolulu, en vuelo directo, tras pasar un fin de semana complicado en Split. En Croacia todo es complicado cuando llegas andando desde Texas. De Split a Hawai hay un trayecto curioso por tren…pero esa es otra historia…el caso es que, por fin, llegamos a nuestro campamento en Cordova, Alaska.

Dándole vueltas...

 

El trayecto de México a Texas fue muy anodino. Cuando por fin conseguimos salir de México era un día de equinoccio, el de otoño, por eso las personas tiraban hojas de papel a nuestro paso. Eran hojas caducas, de los diarios cuyas noticias pasaban de ser actualidad al pasado más remoto en cuestión de segundos. En México el pasado llega muy rápido, cuando te quieres dar cuenta ya estás en el pasado y luego cuesta mucho volver al presente porque siempre te topas con algún funcionario que te pide un formulario completo.

Caminamos sobre los papeles hasta llegar a la frontera, en el Río Grande, el Bravo en el lado mexicano. Me resultaba curioso que el nombre del río fuera distinto según el lado de la frontera en el que estuvieras y que ambos fueran en español cuando en el lado de Estados Unidos se hablaba inglés. Luego pensé que Big River sonaba peor que Río Grande y que los yankis adoptarían ese nombre por una cuestión estética. Otro día uno me dijo que en Texas antes se hablaba español y de ahí el nombre. Pero me pareció que era un poco tonta la explicación y, sobre todo, muy poco frívola y elegante, así que decidí que no era la auténtica.

Cruzamos por Ojinaga y llegamos a Presidio lo cual nos hizo sentirnos a todos muy mal. No nos parecía justo llegar a un lugar de ese nombre tras años de camino desde Chile. Croque nos contó…

Un día llegamos a Alaska…desde Honolulu, en vuelo directo, tras pasar un fin de semana complicado en Split. En Croacia todo es complicado cuando llegas andando desde Texas. Pero ese es otra historia…el caso es que, por fin, llegamos a nuestro campamento en Cordova, Alaska.





qué nos contó Croquet???

Otra idea de cuento...

Nadie esperaba el discurso de Antonio, el patriarca heredero de los Ferrenti. Los Ferrenti tenían solera, unos napolitanos asentados en Gijón desde hacía más de cien años y con el mejor negocio de ferreterías de la zona portuaria, cerquita del ayuntamiento, por la plaza mayor. Empezaron con una ferretería cerquita del ayuntamiento, luego en los años sesenta tenía dos establecimientos en la zona, y casi una decena en la ciudad. Ampliaron a Oviedo allá por los ochenta y llegaron a tener más de veinte establecimientos en toda la provincia. Comunidad autónoma desde milnovecientosochentaynosecuantos. Asturias parecía que tenía que ganarse el derecho a ser algo en España cuando otros que querían distanciarse parecía que tenían todo el derecho a ser más de los que no pretendían más que vivir la vida sin más mentiras. Nadie entendía nada. Pero todos éramos muy de Jarcha, muy obedientes hasta en la cama.

El siglo XXI pilló a los Ferrenti con el pie cambiado, cuando estaban preocupados por el efecto 2000 resultó que eso era lo menos importante, el monstruo estaba esperando al otro lado de la esquina. El monstruo de la compra por internet. Y los Ferrenti no se lo imaginaban, aunque, seamos honestos…¿quién se lo podía imaginar en la magnitud que ha sido?

Así que de las más de veinte ferreterías pasaron a 3, una en Oviedo y dos en Gijón, la original y otra por la zona de El Llano. Así estábamos cuando Antonio, el dueño del negocio, heredero de todas y cada una de las calamidades y de los éxitos, iba a pronunciar el discurso de los cien años de Ferreterias Ferrenti.

Yo conocía a Antonio de la universidad. Ambos cursamos una ingeniería allá por los años 80. Industriales en Gijón. Gran tradición minera y nosotros nos fuimos a la rama de organización. Nos daba palo el tema de las huelgas de Avilés y al mismo tiempo queríamos tirar adoquines a los maderos. No sabíamos muy bien qué hacer salvo que había que sacar la ingeniería porque así nos lo habían inculcado. Los ochenta eran de farra y estudiar. Ahora parece que son más de fiesta y pasar gratis de curso, pero esa discusión es más de tenerla con mi hijo…con Antonio siempre ha sido todo fácil. Cuando nos conocimos hablamos en seguida de cine y de John Ford y de un tipo relativamente nuevo que nos tenía fascinado, el de los duelistas. El de Alien, el de Blade Runner, Scott. Y eso nos unió para toda la carrera.

Y toda la carrera son muchos años, tantos como para olvidar las promesas y volverlas a retomar, tantos como para pensar que los amores son efímeros o que las amistades inquebrantables. Tantos como para, pasado el tiempo, ver que no eras el mismo que a los dieciocho.

lunes, 22 de agosto de 2022

Información

 Hoy he vuelto a coger un libro en papel, después de mucho tiempo. Uno de Nick Hornby. Y me lo estoy pasando bien. Poco más que reseñar...esto es una noticia en el tedio y la desidia habitual.

martes, 9 de agosto de 2022

El destacamento

El Destacamento

Joseph me habló del coronel Lumbert. Nadie más lo hizo. Estaba prohibido, no se podía hablar de nadie, no se podía hablar de las misiones ni de nada apenas. Podíamos vomitar nuestras palabras entre halitos sanguíneos que nos habían provocado cada uno de los ejercicios del batallón. Pero ninguna queja.

Así pasábamos los días del campamento mientras esperábamos entrar en combate. Así me lamía las heridas que nunca quise tener. Así recordaba a mi padre y a mis hermanos. Mi madre venía todas las semanas con algún cuento, esos que siempre me sacaban una tímida sonrisa.

Yo le hablaba a mamá del coronel Lumbert y ella no entendía nada, pero yo le explicaba que la luz de la luna tenía mucho que ver con todo aquello a lo que renunciábamos pero no podía dar más detalles porque no me lo permitían. Ella no lo entendía y, lo que es peor, el coronel Lumbert tampoco porque nadie le veía. El coronel Lumbert no entendía nada de sí mismo y, además, al parecer no había un coronel Lumbert al que preguntar.

Los días pasaban a lo largo del año, pero para mí no había ninguna diferencia excepto cuando hacía frío, mucho frío, me decían que mamá me traería regalos de un tal San Nicolás. Nunca supe muy bien lo que era el “San” pero tampoco parecía importante porque era alguien que traía sonrisas y, con las sonrisas, hay poco que discutir. Lo cierto es que por esas fecha mamá venía menos, debía ser por la nieve que se acumulaba en el camino.

Cuando mamá aparecía lo hacía los regalos del fulano verde. Me traía cosas que me parecían divinas e imposibles. Pedazos de realidad deseados por unos, muchos, todos, los niños del planeta. Pero era irreal, no podía tener los deseos de otros, no era un niño. Era un adulto que vivía de manera insana en el deseo de los unicornios pasados…y quería salir de ese distopía, pero quería hacerlo con una sonrisa.

Un día, con el sol pegando de manera plana en Alaska, llegaron sonidos de realidades increíbles, de lugares donde la realidad no podía sentirse confortable, de áticos neoyorquinos en los años veinte… y entonces conocí a Francis Scott Fitzgerald. ¿Imposible? Bueno, yo sé que le conocí y que un tal Ernest siempre estuvo muy nervioso ante su presencia. A Ernest le conocí más tarde, cuando Scott me dijo que tenía un amigo que le odiaba y que siempre quería pegarle para ver si su nariz era más dura que una avellana. Cuando le pregunté a Ernest por las avellana me respondió que para escribir una buena novela había que conocer mucho de frutos secos. Scott deslizaba su cuerpo entre botellas de whisky, como si estuviera desprovisto de huesos, y Ernest le señalaba sonriendo mientras afirmaba que así era imposible escribir, sin tener siquiera la solidez de la cáscara de una nuez. Ernest lo refería todo a los frutos secos y Scott se lamentaba de no tener una bolsa de cacahuetes.

Alaska era un sitio muy interesante para los que habíamos crecido en Albacete, se podía decir que era un secarral como el manchego pero con nieve. Algunos no me entendían cuando decía eso, por aquello de la nieve, pero yo sabía lo que pasaba por mi cabeza, los lunes, el resto de la semana no me entendía pero importaba poco porque tampoco entendía el clima de Cordova, un pueblo de Alaska de unos dos mil habitantes. Cordova la fundaron unos españoles que se olvidaron la “b”. Y ahora estaba allí nuestro destacamento. Yo esperaba a mamá los miércoles y ella venía los jueves. Nunca la veía. Ni al coronel Lumbert.

Las tardes en Cordova -tiene acento en la segunda o, así que pronunciadlo bien- era lánguidas. No porque fueran aburridas sino porque era esdrújula la palabra que identificaba el sentir. Las esdrújulas se valoraban mucho en el destacamento y lánguida era una palabra que gustaba. Un día le dije a un compañero si no sería mejor sustituir lánguido por universal. No le gustó la idea y yo tampoco acertaba a saber qué quería proponerle. Terminamos jugando al póquer con cartas usadas y apostando las vidas de nuestros compañeros de cuarto. Yo perdí pero como todo era un simulacro solamente perdimos el cepillo de dientes de los compañeros. Al día siguiente tuve que explicar por qué era mejor lavarse la boca con hebras de caballo.

Alaska era fría, y como era un niño entendía que era lo que tocaba. Los niños pasan frío y los adultos viven en Miami. Así iba pasando los días, así y con canciones de Morrissey que solo entendía a la mitad, siempre me quedaba pillado en el minuto y treinta y siete segundos. A partir de ahí no entendía nada. Era algo matemático, a mí me gustaba tener ese horizonte, sabía que todo el jugo lo tenía que sacar antes de los noventa y siete segundos, y me aplicaba en ello.

Estuvimos poco tiempo en Alaska, unos cuarenta y cinco años, cuando nos fuimos todos teníamos nuestros recuerdos intrincados con los de las nieves de la tierra vendida por los zares. Yo recordaba Albacete y me decía que Alaska era más interesante, tenía blancos y verdes, Albacete tenía mucho amarillo. Mis compañeros de cuarto solamente pensaban en llorar, yo lloraba, era mejor hacerlo que pensarlos o, al menos, eso pensaba yo.

De vez en cuando el destacamento salía del campamento fijo de Cordova y al cabo del tiempo teníamos que regresar a Alaska, el viaje siempre se nos hacía largo. Una de las veces volvimos andando desde Chile, cosa que a nuestro capitán le sorprendía porque cuando le preguntábamos por qué no podíamos coger un tren siempre decía “no lo entiendo, no lo entiendo”. El caso es que nos pusimos a andar una mañana, con más ánimo que fuerzas y, al cabo del día, habíamos llegado por fin a Moscú donde hacía frío, pero menos que en Cordova. Le preguntamos a un señor con gorro si había algo que hacer a las ocho de la tarde. Nos respondió que ese día no había ejecuciones así que lo mejor sería bailar Kolo porque había unos tipos de Bosnia que andaban buscando fondos para un festival de música. Yo les dije que podía tocar el ukelele y ellos me dijeron que por fin alguien conocía el instrumento tradicional de Bosnia, luego me dieron una falda de flores y una adhesión a Estados Unidos como el estado número 51 y me confesaron que habían estado en Woodstock en el siglo XVII preparando un festival. Yo no me veía con ánimo de tocar en directo y les pedí un te con menta. Me dieron un julepe y me fui corriendo.

Volver desde Chile tiene un problema. La música. Vinieron unos cuantos a hablarnos de Santa María de Iquique. Eran un poco pesados, a mí me gustaba mucho el disco pero me di cuenta de que todos los que estaban hablándonos de las minas no sabían de qué iba el asunto así que me empecé a aburrir. Hablaban de cosas que habían oído en fiestas de champagne y las reivindicaban como si fueran propias. Me generaba somnolencia y decidí fumar unas semillas de trigo que eran infumables y me provocaron un estado distinto.

Como volvíamos andando desde Chile, al pasar por Bolivia nos agobiaron los ponchos. A mí el poncho nunca me ha gustado, ni el julepe. Pero querían hablarnos con esas indumentarias y yo no podía responder…el destacamento tampoco. Una de las veces Francisco, el más joven de todos y que parecía ungido por la divinidad, tiró una granada de mano y, tras la deflagración se puso a devorar extremidades sanguinolentas. Le tuvimos que decir que no era el momento y paró. Las víctimas maldecían el día aquel hasta que volvieron a crecerles las distintas partes mutiladas. Luego hicimos una cena y Francisco se deflagró para ellos, luego mutó en almendra y volvió a ser humano poco antes de las doce.

Caminar desde Chile hasta Alaska es tedioso. Solían decirnos que es una forma de crecer, nos lo decían a la vez que ponían a Cannonball Aderley en unos altavoces que llevaba un asno, uno de cuatro patas, Jorgorian no lo llevaba, aunque parecía un buen jumento. Jorgorian era bielorruso, hablaba japonés, y parecía italiano por sus gestos con las manos. Cuando le preguntabas por Minsk te respondía しかし、あなたは何と言いますか, y sonaba como Shikashi, anata wa nan to iimasu ka, le gustaba hablarnos en japonés, nunca le oí hablar en ruso, pero tampoco sabía yo distinguir el ruso del japonés. Un día nos llegó un mensaje del coronel Lumbert y nos dijo que no le preguntáramos más por Minsk, que su respuesta era “pero ¿qué dices?”. Esto nos decepcionó mucho porque todos pensábamos que era una frase con un saber profundo. Tony Legal dijo que significaba “Si yo soy tu padre, entonces ¿por qué tengo los cojones de tu abuelo?”, pero no era así.

En cualquier caso Jorgorian parecía muy burro pero no llevaba altavoces. Eran días enteros escuchando el saxo y algunos se volvieron muy onanistas, dicen que por escuchar instrumentos de viento. Yo creo que era por el placer, el gustirrinín. Eso lo decía un tío mío, “date gustirrinín en los bares de carretera”, me decía cuando mamá estaba despistada. Papá miraba por la ventana, esperando la luna, “cuando llegue la luna va a ser espeluznante” decía. La luna llegaba todos los días, a veces con helados, pero a mí no me resultaba espeluznante.

Seguíamos andando, día tras día, sin descanso. A Francisco, el jovenzuelo, se le gastaron las suelas de las botas y tuvo que andar con las plantas varios días, hasta llegar a un poblado armenio, cerca de Quito. Le ofrecieron gachas para los pies, un poco manidas ya, pero al parecer eran buenas para sustituir al caucho. Las gachas y el caucho se llevan mal, dicen que por la “che”, las gachas han querido ser más de lo que son y el caucho se ha llevado el mérito de los neumáticos y los condones. Eso se lo explicaron a Francisco en Ecuador, no te fíes del caucho, ponte gachas, muchacho, ponte gachas. Y eso hizo Francisco, hasta que murió por una hemorragia plantar. Cuando estaba delirando nos contó que la culpa era de Steve Jobs, que no le avisó con tiempo. Ninguno conocíamos al tipo de Frisco así que decidimos que lo mejor era comprar en tiendas on line. La conexión entre un evento y el otro no la vimos clara pero Fullham, John Fullham, nos dijo que él sabía cómo iba todo y que lo iba a guardar en un papel tornasolado. El enigma era el pH, y como todo buen enigma estábamos en la obligación de ignorarlos.

Jorgorian no hablaba con nadie, seguramente porque no entendíamos el japonés. Y Fullham solo hablaba los miércoles, el resto de los días se quedaba mirando fijamente a Jorgorian mientras caminábamos. Así uno y otro día. Ambos eran una pareja admirable, eran capaces de aguantar años bajo el agua, eso decía Fullham, los miércoles. Un jueves decidió mostrarnos lo cierto de sus palabras, y le tomó tanto gusto que tras cuatro días acampados al pie del embalse del Pañol, esperando que saliera del mismo, nos dimos cuenta que iba a estar varios años sumergido y decidimos levantar el campamento para continuar nuestro camino a Alaska. Cuando mirabas a Jorgorian veías muecas de una sonrisa que antes no se percibía. Pasados unos días, un miércoles, Jorgorian comenzó a hablar en perfecto andaluz, nos soltó “en honó ar Fulan voy a sortá palabra los miércoles, mi arma o pisha, que aún no zé si zoy más de Cai o zevillano”. Desde aquel día Jorgorian nos soltaba algo cada miércoles en honor Fullham

Éramos niños caminando hacia el norte, pero algunos teníamos más de 50 años, unos niños talluditos como decía el capitán, Johnny Croquer. El capitán era el sobrino segundo del dedo meñique del Coronel Lumbert. Nació de un padrastro un sábado, aprovechando que era fin de semana y echaban Informe Semanal a las diez de la noche. El capitán Croquer nos decía siempre que era un apósito del coronel, yo no sabía lo que era un apósito ni tampoco había visto al coronel…en esos momentos me acordaba de mamá pero ella siempre estaba tendiendo la ropa. Un día que no tendía intenté acordarme de ella y apareció un paquete de madalenas en la cama. Se las comió Rocky Ibáñez, mi compañero de habitación. Se comió todas, 24 madalenas, le dio una indigestión y se convirtió en sobaco. Sobaco de un mayordomo japonés, Keito, era uno que iba siempre con el capitán Croquer y cuando Ibáñez estaba aposentado en la axila le hablaba como contándole cuentos orientales. A mí me gustaba oírlos, a otros no.

Caminar sin descanso diurno es un tostón, así nos pasamos prácticamente cinco años con la vista puesta en Alaska. El capitán Croquer nos arengaba como podía, pero se le veía que estaba también un poco harto. Le pregunté por el coronel Lumbert y me respondió con una mirada insidiosa, como queriendo que mis labios se sellaran con Loctite, se le veía en su mirada, no quería otra marca de pegamento, solamente Loctite. Dos días después le pregunté si no le valdría otra marca y algo malhumorado me untó los labios y los dedos de las manos de Loctite y me dijo que juntara todo. Un capitán de un destacamento en la frontera de Panamá manda mucho y yo obedecí sin rechistar. Estuve sin poder vestirme varios días…ni desvestirme. Pero Croquer era comprensivo, me liberó de hacer ejercicio y me puso a vigilar los cóndores. Lamentablemente habíamos dejado Chile hacía meses y los únicos cóndores que vi eran los de unas camisetas del Club Deportivo Cóndor de Bogotá, las llevaban un par de adolescentes que alardeaban de ser del club colombiano. Yo se lo dije al capitán y él me habló del coronel Lumbert y su pasión por los cóndores y su técnica para jugar al golf. Mamá llamó por teléfono cuando Croquer me explicaba cómo usar el putt cuando estabas a más de 200 metros del hoyo. Mamá quería contarme que tenía muchas cosas que contarme. Yo me eché a llorar y el capitán me puso una medalla. Una muy bonita, se la mandé a mamá, no la usé nunca en el uniforme porque el uniforme debía hacer honor a su nombre y una medalla no lo hacía uniforme.

Llegar a México es un placer, sobre todo cuando te han perseguido coyotes albaneses. Es algo habitual en Panamá, si eres un destacamento que viaja a Alaska hay varias granjas de coyotes que se liberan con el único objetivo de sacrificar un peroné al Dios de los coyotes. Esta práctica habitual sorprendió a algún pipiolo del grupo, se puso a gritar de manera desabrida clamando por un abogado neoyorquino. Yo me acerqué a él y le pregunté si veía alguna diferencia entre un coyote y un neoyorquino. Me respondió rápidamente que sí, “el acento”, y no pude rebatirle. A cambio la di una colección de cromos de Ulises 31 y él me dijo que prefería un coyote. Cuando empezamos a correr con una jauría de coyotes hambrientos a nuestras espaldas pasamos al lado de un parte derruida del muro de Berlín. Los coyotes panameños se sienten incómodos con el muro de Berlín, es como si fuera su Némesis, les genera urticaria y empiezan a rascarse las orejas sin parar. Nos paramos todos y viendo el picor en los animales decidimos aprender parkour. Con las piedras pintadas comenzamos a saltar y yo me torcí los dos tobillos y tuve una lesión de menisco, todos nos reímos con mis huesos del revés y conseguimos devorar una serpiente que tenía una baraja de cartas. Los coyotes, mientras tanto, nos observaban a unos cuantos metros a la vez que decidían si la mecánica cuántica podía resolver algunos enigmas relativistas. Yo llamé a un coyote, Juan, y le pedí fuego, él me pasó un cubo con magma y lo puse en el centro del destacamento para empezar a pensar.

Antes de llegar a México nos tomamos un café en Marrakech, nos acompañó uno de los coyotes y mamá que había pasado por allí para hacer la compra. Mamá nos preguntó si nos lavaban bien la ropa y el coyote, con un cigarro entre sus colmillos, respondió que no hay ropa bien lavada sino calzoncillos bien sucios. Yo no entendí aquello pero mamá se pidió un whisky para celebrarlo. El capitán Croquer se pidió una hamburguesa y Jorgorian aprovechó que era miércoles para recitar un poema de 356 versos en griego antiguo en el cual se denostaban un efebo y un cervatillo por averiguar si las calesas de Atenas debían atender a turistas irlandeses. Mamá aplaudió al final y salió corriendo porque le cerraban el súper. En media hora cerraban el café y como mamá no volvía abandonamos Marrakech para entrar en México. El coyote se quedó negociando algunos asuntos de sustancias ilegales, cuernos de unicornio o algo así.

En México el tiempo funciona al revés, no es que vaya hacia atrás sino que llegas puntual a los sitios. Si llegas tarde a un sitio entonces apareces de nuevo en el lugar de partida pero con tiempo suficiente para llegar a la hora. Y es que en México la puntualidad la llevan a rajatabla los viernes, nosotros llegamos un jueves, con lo cual tuvimos menos de 24 horas para llegar tarde a los sitios. El viernes reservamos en varios sitios distintos para comer y cenar, era la forma de intentar llegar tarde, pero fue imposible. El resultado es que nos inflamos de comer. Comimos tanto que varias portuguesas se manifestaron por la cosecha de trigo de los próximos cinco años. Las portuguesas tenían ganas de juerga porque los carteles estaban rotulados con pintauñas fucsia que al parecer significaba que querían dormitar con sementales austriacos. En el destacamento no había ningún austriaco, había uno al salir de Chile pero se quedó en Bolivia buscando consonantes. El caso es que no hicimos más que comer, cuando terminabas en un restaurante y aparecías tarde en otro volvías a estar en el lugar donde habíamos acampado para llegar a tiempo al sitio. Así en cada restaurante. Comimos unas ocho veces y otras 8 cenas. Por la noche vomitamos varias veces, algunos vomitaban en serbio, que es una forma distinta de vomitar, comienzan por la verdura y terminan con los alimentos de más de tres sílabas –espagueti, hamburguesa, tiramisú,…-, los que vomitábamos en español solíamos arrojar inmundicias sin ton ni son pero conseguíamos elaborar un bonito castillo de bilis con sus almenas y torreones.

Algunos piensan que en México hay mucha droga… yo no lo sé, pero Jorgorian me dijo que estuviera atento por si aparecía el Coronel Lumbert. Al parecer el coronel tenía vínculos con los productores de sustancias alucinógenas, pero yo no quería oir esas historias, yo quería pensar en mamá. Se lo dije a Jorgorian y me dio un caramelo. Al rato estaba con mamá bailando foxtrot con unos rumanos en pleno solsticio de verano. Dos simios nos aplaudían y Juan, el coyote de Bolivia, apostaba con un serbio que la música sería reguetón antes del amanecer. En ese rato no amaneció y Juan se encaró con el serbio al que retó a un duelo de dardos. Juan era zurdo y lanzó todos los dardos con la boca, el serbio era serbio y lanzó los dardos un inglés en su lugar. Ganó el serbio así que asaron a Juan en una parrilla y repartieron sus extremidades entre los zurdos del lugar. Me dio pena Juan…más tarde me enteré de que era croupier en un casino de Las Vegas.

En México estuvimos más tiempo del que teníamos que estar. Eso lo supe porque cuando llegamos, el capitán Croquer me dijo que no deberíamos estar más de dos días. Y llevábamos 7 meses y medio cuando le volví a preguntar. Me respondió “todo está en orden”, y no le debió convencer la cara que puse ante su respuesta porque apostilló  “en orden según las órdenes del coronel Lumbert”. Ante eso me callé, no podía poner en duda nada de alguien de quien podría dudar hasta de su propia existencia. El caso es que llevábamos más de siete meses en México, la mitad del destacamento estábamos en Jalisco y la otra mitad en Tijuana. Lo sorteamos a piedra, papel y tijera. El que podía iba a Tijuana. Jalisco era distinto, lo importante era salir sin rajarse, ya lo decía la canción. Al parecer era alto el índice de suicidios por arma blanca. Además, estaba el tema del paso del tiempo. Sabíamos que llevábamos siete meses porque varios del destacamento dieron a luz a bebes sietemesinos. Al poco de nacer ya estaban dando conferencias como socios de McKinsey en México DF. Pero cuando decían “Estamos orgullosos de estar en México DF”, inmediatamente se levantaban del público varios sicarios, sin jachis, dos de ellos siempre eran simios chimpancés vestidos con el uniforme del West Bromwich Albion, que disparaban de manera reiterada a los bebés recién nacidos. Una vez terminada la orgía de sangre los ejecutores soltaban “Esto es Ciudad de México”, y recibían una sonora ovación por parte de los bebés moribundos. Era todo muy romántico porque terminaba con una homilía de un cura que imitaba al cura Hidalgo que comenzaban diciendo “El indulto es para los transversales no para los que gozan del champán.” Nadie entendía nada pero inmediatamente se ponían todos a bailar unos corridos.

 

 

Los días eran largos en Ciudad de México, eso nos decían, pero yo estaba en Jalisco. Allí los días eran nublados los jueves, justo el día después de que Jorgorian hablara siguiendo la costumbre de Fullham. Los jueves en Jalisco eran grises al parece por la coincidencia de J en la primera letra de la ciudad y del día. “Si el día empieza por la misma letra que la ciudad en este país se nubla la ciudad” nos dijo un fulano que iba en bicicleta en Jalisco. El señor llevaba un par de perros en cada hombro y los perros le azotaban las orejas con bofetadas muy contundentes. Eso me lo contó Leandro, que era un señor de Badajoz que estaba en el destacamento por error. Llevaba unos 24 años por error y ya me decía “pues ahora cómo le voy a decir al coronel que yo soy el fontanero que tenía que arreglar las letrinas hace veinticuatro años”. Leandro parecía un adolescente, generaba el aspecto de un efebo griego y de manera recurrente terminaba practicando sexo anal con algún luxemburgués. Había dos en el destacamento y un día Leandro me dijo que “se m’acabao el amor de tanto usarlo, porque, sabe usté, lo uso solo con dos y uno ya se agota de no poder sorprender con una cena romántica”. El pobre Leandro era un romántico, por eso se compró un libro de Shelley y cuando estábamos por Ontario se fue a un lago a crear una criatura a partir de cadáveres. La barca se le hundió y la criatura regresó a Alaska con el destacamento en vez de Leandro, pero eso fue más adelante.

Jorgorian estaba en Tijuana. Cuando pasamos la frontera me dijo que había conocido al fin a su padre. Al parecer Jorgorian era huérfano y había ido saltando de hospicio y orfanato desde los cuatro años. Sus padres, eso le habían dicho, habían muerto en la batalla de Lepanto, al lado de Don Juan de Austria su padre, y su madre con Alí Bajá. Esto no fue porque se llevaran mal sino porque cuando jugaban a cualquier cosa siempre elegían bandos distintos por aquello de a ver quien ganaba. Jorgorian me contaba que su padre había fenecido mientras le cortaba la mano a Cervantes, lo hacía para que fuera famoso, que un tipo con las dos manos no iba a ningún lado, y Cervantes lo vio bastante razonable. Cuando se la cortaba llegó una bala de culebrina turca que le cambió la dentadura al padre de Jorgorian y le asustó tanto que decidió suspender su estancia terrenal. Eso me dijo Jorgorian. Pero al parecer no había sido así. Su padre llegó a tierra y decidió que su vida había dado muchos tumbos y ni siquiera conocía la pentatónica menor. Así que se dedicó a aprender a tocar blues en el siglo XVI. Le vino un poco antes de tiempo pero bueno, así tuvo tiempo de perfeccionar el estilo. El caso es que dando tumbos el padre de Jorgorian había terminado siendo negro en Tijuana, tocando blues en español. “El español es el idioma del blues, porque lo decía Miguel Ríos”, esta era otra de las frases que soltaba Jorgorian los miércoles. Quizás porque ya intuía de dónde venía.

Cada noche soñábamos en México con hacer el amor a alguien especial, nos pasaba a todos, y todos soñábamos con una persona que llevábamos tiempo olvidada. Todos teníamos una cicatriz en el alma que nos llevaba de la mano hacia un recuerdo que necesitábamos mirar a los ojos. La noche de México nos conducía siempre a ese momento, y el caso es que cada día, cada noche que pasaba así, nos sentíamos mejor. Cada noche estábamos más cerca de mirar a la cara a ese recuerdo, cada noche estábamos más cerca de hablarle, de entender qué parte de nuestro espíritu se quedó perdido entre sus manos. Qué granos de arena se escurrieron entre sus dedos. Cada noche recogíamos cada uno de esos granos, cada día, cada mañana quedaban menos que recoger. Las noches de México, durante siete meses, nos iban brindando un restaño del alma que jamás habíamos imaginado. Cada mañana yo pensaba en mamá, y ella aparecía con un rodillo en la habitación de al lado. Grazziani entraba en mi cuarto y me decía, “ya ha venido tu madre y me ha vuelto a abrir la crisma con el rodillo”. Así todos los días, por fortuna se la abría por sitios distintos y los puntos no iban siempre al mismo sitio.

Que mamá no entrara en mi habitación me parecía extraño. La llamé varios días por la mañana, pero siempre aparecía Grazziani y, cuando iba corriendo a su habitación, ella ya no estaba. “Debe tener que ver con quien hice el amor esta noche… con Verónica”. Mamá no conocía a Verónica salvo por las cartas que me robaba cuando la escribía. A Verónica solamente la conocía yo. Era mi secreto. Y Verónica tampoco lo sabía, pero Verónica no aparecía con un rodillo. Verónica seguía en la Toscana. Esa es otra historia. Pero joder, cuantas pajas me hice en México pensando en ella. El onanismo en México era deporte nacional, estaban las ligas mayores, las menores y los campeonatos amateur. Yo, a los tres meses de estar en Jalisco me inscribí en los campeonatos amateur, regionales, y quedé en muy buena posición. Subcampeón en modalidad de onanismo precociego. La competición se medía por la rapidez y porque tenías que tener una venda en los ojos. Había otras modalidades, la de porno estático, porno dinámico y la de en vivo sin palpación. Esta era para muy expertos y nuestro capitán Croquer llegó a ser medalla de oro, pero esa es otra historia.

En el destacamento teníamos un psicólogo, un cura, un tarotista y un cortador de jamón. Cuando tenías problemas sacabas una bola de un bombo de bingo y según el número ibas a uno o a otro. Al parecer el que mejores resultados proporcionaba a los miembros del destacamento era el cortador de jamón, se llamaba John Juánez. Le llamábamos Goody. Y Croquer se refería a él como “el inodoro”. John le decía al capitán que tenía rango de comandante y que se arriesgaba a una sanción y el capitán Croquer le respondía “Sanción de inodoro, mira como me comes la polla con decoro”. Y John Juánez, Goody, se ponía a llorar…y yo también, no me gusta cómo el capitán se mofaba de la gente. No estaba bien. El comandante Juánez nunca tuvo el respeto del que gozaba Croquer, pero era buena gente. Las mejores sesiones las tenías con él cuando había jamón de pata negra, cortaba las patas que daba gusto mientras te daba ideas sobre cómo dominar la psique  más primitiva. Juánez usaba el jamón en plan Winnicot, como un objeto en el que centrar el rol que podías tener en tu entorno psicosocial, y eso le salía mejor cuanto más veteada estaba la pata. Recuerdo a Wilfred, un sudanés del destacamento con impulsos suicidas por la fragmentación psicótica del mundo que le produjo la visión del Séptimo Sello de Bergman, que a la segunda sesión con una ración de Jabugo cortada a cuchillo salió diciendo que Bergman era un perfecto imbécil y que le dieran “fino LaIna y jamonsito” que estaba hasta los cojones del suicidio y que lo quería era veranera en Sanlúcar.


sábado, 6 de agosto de 2022

El algo…

Pues va extendiéndose. Pero vamos que para qué poner nada… estos días del estío me recuerdan lo furtivo del pensamiento. La poesía secreta que decía Lorca. Lorca debe ser de los pocos poetas que es alabado por mucha gente que no le ha leído. Es más, seguramente sea el poeta con mayor número de halagadores sin haberlo leído.

Los asesinos de la inteligencia no llevan armas y son gente tranquila...

  Y cuando el mundo aparece resulta que tu amigo estaba durmiendo. Nadie quería despertarse con ese sonido. Pero a ti la música te martillea...