domingo, 9 de octubre de 2016

Más de Nino



En cualquier caso a mí me resulta una explicación plausible el hecho que gran parte de cómo soy y me desenvuelvo sea debido a una parte hereditaria que no puedo controlar, pero no puedo negar que hay también mucho debido a mi forma de entender el mundo alejada de componentes genéticos que puedan serme cómodos. Siendo serios, mi familia tampoco es un cúmulo de intelectuales, son más bien de los que leen las cosas que les afianzan en su razón, su credo. Lo cual más que generar superioridad, genera atavismo. Yo por mi parte tengo una componente pesimista que combate seriamente con esa parte de soberbia de la que hablo. No me considero superior, más bien al contrario, y ante eso crecí intentando refugiarme en los libros no como herramienta sino como elemento de placer, de satisfacción y de refugio ante mi poca popularidad y escaso éxito.
Tanta lectura me llevó por un camino tortuoso ya que la literatura de la derrota se fue mezclando con la artística, y de ahí a apasionarme por mis “cosas raras” como dice Rafa, no hubo más que un pequeño paso. Me fui convirtiendo en ese freakie del que he hablado, un tipo que te puede contar cómo Sinatra lloraba por no estar invitado al cumpleaños de Jack, porqué Harrison comenzó a usar el sitar o que el director en la sombra de Spartacus es Kirk Douglas. Todo eso con una concepción moderada de la realidad, que huye del maniqueísmo –eso es común en mi familia, hay buenos y malos, y nosotros somos los buenos…joder, me parto-, y de un existencialismo de barrio seguramente mal entendido.
Mis padres nunca entendían muy bien esto, y mis hermanos tampoco. Dos hermanos mayores, chico y chica, hicieron que fuera el niño bueno de la familia. Y de hecho lo era, mi hermana, la mayor de los tres, tras intentar cuatro o cinco carreras sin éxito, se sacó un curso de secretaria, tuvo demasiados novios bohemios poco centrados, y acabó casada con un enfermero, un buen tipo pero vamos, nada noble para mi familia. Mi hermano no era bohemio, pero iba de que lo era, despreciando mis libros, la universidad y lo que podían ser atisbos de formación reglada. Deambuló de trabajo en trabajo y ahora es encargado de un taller mecánico –siempre se le dio bien eso, y le hicieron encargado justo en el momento en que la electrónica invadió los coches, lo cual le libró de tener que adaptarse a los nuevos tiempo, tuvo mil parejas y terminó viviendo con una peluquera de esas que sigue llevando leggins con 50 años y uñas rojas de varios metros de largas, con las cuales podrías construirte una maqueta del Mayflower a escala 1:1.
Yo, encerrado en mis libros, me saqué una ingeniería porque quería ser historiador. Una vez más un prodigio de coherencia a la hora de la toma de decisiones. No empecé a ser un chico de mi edad hasta los 21 años, entonces empecé a salir sin parar, a emborracharme cada fin de semana, con pena para mis padres que veían en mí al salvador de occidente. El traerá la paz a la fuera, parecían decir con su mirada cuando me impelían a que estudiara más y saliera menos. Pero yo, lejos de hacer caso, pensaba en el próximo sábado de alcohol…y me hacía pajas casi llorando porque no había más que alcohol…las chicas no llegaban.
La ausencia de sexo acompañado y la mitificación del amor romántico gracias a las canciones de los 4 fab (If I fell, Here there and everywhere, Something…) hicieron que mi concepción sobre mí mismo en vez de mejorar, se estancara y volviese de nuevo a las satisfacciones intelectuales. De vuelta al freakismo, podría llamarse la etapa que comenzó tras un año de whiskies de fin de semana. Camus, Fitzgerald y Bukowski se tornaron en el liderazgo de mis escritores favoritos, todos ellos liderados por El guardián entre el centeno como relato insuperable, siendo Holden Caulfield el profeta de esta era.

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