sábado, 7 de julio de 2018

Y fin del cuento...

“Buscarte algo”, era lo último que Juan pensaba, llevaba el mismo tiempo sin hacer el amor que Bárbara, con la diferencia de que ella sí quería sexo y Juan prefería que fuera algo de lo que prescindir. Y jamás hablaban del tema. Juan no creía que el sexo fuera importancia, es cierto que tuvieron una época más o menos activa, nada más casarse y hasta que nació Sally, pero poco a poco Juan fue encontrando más actividades que le distraían y le servían de excusa para no enfrentarse al momento de un beso húmedo o a una caricia que pudiera ir más allá. En realidad Rodrigo estaba equivocado, a quien le dolía siempre la cabeza era a Juan.

Bárbara decidió que el sexo solitario era una alternativa llevadera, eso había decidido, para Juan eso no era una opción. En Bárbara y Juan se confundían los estereotipos sexuales clásicos, al menos en el interior de sus vidas, de cara afuera eran tradicionales. Bárbara era una buena esposa, dejó una posible carrera de profesora de Bellas Artes en la universidad en cuanto se quedó embarazada, renunció a hacer una segunda especialización en Arqueología para cuidar a Borja. Juan por su parte progresaba en su faceta de economista, progresó tanto que con su edad ya era director financiero de una empresa de unas quinientas personas. Y además sabía hacer muy bien el churrasco en la barbacoa. Se le daba muy bien calentar la carne muerta, pensaba Bárbara tras tener un orgasmo tranquilo en el baño y le llegaba el olor de las chuletas desde el jardín.

Bárbara se vistió lentamente, se puso un vestido largo, poco apropiado para una barbacoa, con un escote largo, era un vestido de noche, que estrenó en una cena de la empresa de Juan para celebrar que le habían nombrado director. Lo completó con un tanga que estrenaba, comprado la semana anterior y unas elegantes sandalias negras de tacón. Eligió prescindir de sujetador y añadió un toque de perfume. Parecía que iba de fiesta.

Cuando salió al jardín fue directamente hacia donde estaba Juan, se quedó a un par de metros de él, lejos del humo que salía aún de las brasas en los últimos restos de carne que aún se cocinaban para los rezagados o para aquellos que no ponían fin a su ansia de comer. A esa distancia llamó a su marido.

- Juan, ¿puedes venir?

Juan se dio la vuelta, seguía ejerciendo de macho cocinero, le encantaba ese papel de líder de la hoguera, pero en su cabeza la idea no tenía que ver con el infierno. Esa idea era muy perversa y retorcida para la cabeza de Juan.

- Ah, hola Bárbara, acércate, quedan chuletas.
- No, no, no quiero nada y menos acercarme. No quiero oler a grasa quemada. Si no puedes venir no importa. Te lo digo desde aquí.
- ¿Qué pasa?
- Me voy a cenar fuera, se me ha pasado el dolor de cabeza. Te veo luego.

La cara de Juan mostró toda la sorpresa que era capaz de expresar.

- ¿Cómo que te vas? Pero si estamos cenando todos aquí.
- Eso es cariño, aquí estais cenando todos. Por eso no estoy yo. Les doy un beso a los niños, acuéstalos antes de las doce, mañana tienen natación. Me voy.
- Pero, Bárbara, no entiendo...

En ese instante Juan por primera vez estuvo muy cerca de perder los papeles.

- Bárbara –elevó un poco la voz- no me gusta que hagas esto.

Bárbara ya había emprendido el camino hacia la calle, por el mismo sitio donde los amigos de Borja habían salido. Sin darse la vuelta soltó.

- Lo lamento, Juan. Lo lamento.

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