sábado, 7 de julio de 2018

Ahora con nombres castellanos...desde el principio

Lo Lamento

Juan Fijado tenía un matrimonio perfecto, una bella esposa, una pareja de niños maravillosos Borja de 12 años y Susana de 10, y un dálmata llamado Flick. La zona residencial donde vivían se componía de unas casas individuales con un pequeño jardín delantero y una zona de barbacoas con piscina, común a todas ellas, en el interior de una circunferencia formada por las viviendas. Parecía la típica formación defensiva de caravanas sometida a un ataque de los indios en plena estepa de Arizona.

La reputación de Juan era la de todos aquellos de la comunidad, amable con sus vecinos, cumplidor en su trabajo y siempre dispuesto a hacer un favor. Podría tener la tentación de describirle como un ser excepcional pero no era así, era tan excepcional como cualquier marido de poco más de cuarenta años que tenía la cabeza en lo que hay que hacer y que no dejaba un resquicio a lo que era el deseo. Los deseos eran patrimonio de cuando tenías veinte años, antes de conocer a Bárbara, su mujer. Ahora el deseo era confundido con lo que el mundo esperaba de ti, aquello que su padre –un viejo oficinista que había vivido toda su vida como un terrateniente sin tierras, presumiendo de una formación inexistente y de unos valores sospechosos-, le había inculcado. “Sé tú mismo” le decía Juan el padre, “excepto cuando los demás esperen que seas otro”. Y así Juan Fijado había ido elaborando su vida, construyendo cada pequeño escalón de lo que era el edificio de su existencia.

Aquella noche de verano en que el mundo mostró su cara menos amable, Borja había invitado a sus amigos de la escuela a la piscina. Una barbacoa se preparaba para las ocho de la tarde, y a las siete los preparativos del vecindario ya estaban en marcha, cervezas congeladas y bandejas de carne circulaban de mano en mano entre los vecinos. Borja seguía en la piscina con sus compañeros cuando Bárbara se acercó a él para preguntarle si no era la hora de irse despidiendo de ellos. Borja bromeó con la hora e intentó estirar un poco más el tiempo. Ultimamente discutía mucho con ella, jamás aceptaba sus sugerencias y comenzaba una tensión que Bárbara quería atribuir a la adolescencia cercana. Juan justificaba constantemente al chico y eso a Bárbara le hacía sentirse culpable desde varias perspectivas, por un lado era el hecho de no conseguir que su marido la apoyara y, por otro lado, por la distancia que había ido creciendo entre su hijo y ella.

- Media hora más a cambio de un beso –dijo Borja desde el interior de la piscina, apoyado con sus brazos sobre el borde.
- Diez minutos Borja, tu hermana ya está en casa preparándose para la cena, y dame ese beso.

Cuando Bárbara se agachó para recibir el beso de Borja, éste intentó elevar su cuerpo sobre el borde de la piscina haciendo fuerza con sus brazos, uno de ellos resbaló y en un movimiento inconsciente intentó agarrar a su madre con el otro brazo. Bárbara vio como la mano de Borja se abrazaba a su cuello y la arrastraba sin remedio hacia el interior de la piscina, sumergiéndose en el agua mientras en esas décimas de segundo elaboraba todo lo que vendría a continuación, regañar a Borja, salir empapada, despedir a los amigos de su hijo de una manera cortes pero inapelabe, ir a casa atravesando avergonzada la zona de jardín de la barbacoa, justificarse ante los vecinos, llegar a casa, cambiarse y hablar con Juan del comportamiento de Borja. En ese momento vio la imagen de Juan tranquilo defendiendo a su hijo y concediendo al histerismo el momento de enfado que Bárbara exhibía. Fue muy rápido. Cuando Bárbara salió de la piscina, mojada, su concepción de la vida y del amor también estaban empapadas, pero no de un deseo húmedo inconfesable, sino de la rutina de años sin entender a su marido.



El trayecto hacia la casa fue interrumpido con un par de conversaciones de los vecinos que, saboreando una cerveza, preguntaban sonriendo, con ánimo de quitar hierro al asunto, qué había pasado soltando alguna broma referida al calor que hacía y cómo Bárbara lo atajaba de un chapuzón. Ella con gesto algo tenso mantuvo la calma justificando a Borja. Por otro lado Borja estaba a su lado, después de acompañar a sus amigos por el camino interior de embaldosado que conducía a la puerta que comunicaba con la calle mientras se disculpaba por cómo había terminado todo y que había sido sin querer que su madre acabara dentro de la piscina.

Poco antes de llegar a casa Juan estaba desempaquetando unas bandejas de churrascos y costillas al tiempo que conversaba sobre política con Rodrigo, otro de los vecinos. Rodrigo era lo más parecido a un playboy que tenían cerca. Bien parecido, apenas comenzaba a desarrollar una tripa de señor de 40 años pero conservaba un cuerpo atlético que lucía sin camiseta en cuanto había ocasión. Hablador, siempre tenía una opinión sobre cualquier tema, ya fuera música clásica –pese a ser un completo ignorante que confundía el barroco con el romanticismo- o deportes –el que fuera-, política o dialectos eslavos. Juan pensaba de él que era un poco pretencioso pero un buen vecino y simpático y, teniendo en cuenta lo que podían esperar no era mala elección la de tenerlo como amigo. Bárbara por su parte creía que no soportarle, así se lo decía a Juan.

- Rodrigo es un chulo, y tiene a Cinthia sometida a su voluntad, ¿has visto que parece que está a su servicio?
- Exageras Bárbara, yo los veo como un matrimonio feliz, lo que ocurre es que Rodrigo tiene mucha personalidad, pero no creo que la tenga sometida.

Realmente Bárbara tenía sentimientos encontrados, últimamente tenía fantasías con Rodrigo en las cuales hacían el amor de manera violenta en la piscina, fantasías en las cuales Bárbara se imaginaba sometida a él y eso conseguía excitarla sobremanera. Últimamente era desde hacía un par de años y cada vez que se había masturbado pensando en Rodrigo se sentía culpable, pero no entendía bien si debía sentirse así. Hace un tiempo al hacer el amor con Juan tuvo un orgasmo pensando que era con Rodrigo con quien estaba, aquella vez sí tenía claro que estuvo mal pensar en él…fue la última vez que hicieron el amor. Desde entonces Juan estaba cansado y ella discutía con los críos. Desde entonces la vida parecía haber encontrado el camino de salida y ella estaba montada en un vehículo que no se salía de la vereda. Desde entonces había pasado algo más de un año.

- Pero Bárbara, estás empapada, ¿qué ha pasado? –Juan no se alteró, no solía alterarse por casi nada.
- Tu hijo me ha agarrado del cuello y acabé en la piscina.
- Fue sin querer! –exclamó defendiéndose Borja- quería dar un beso a mamá y me resbalé…la cogí y…
- Calla Borja, -interrumpió Bárbara- estabas negociando quedarte más tiempo en la piscina, si no hubieras intentado estar más tiempo no habría pasado nada.
- Bueno, no es para tanto –Juan sacó su carácter anestésico para aliviar cualquier situación- esto se resuelve cambiándote de ropa y, además, quería darte un beso.
- Imaginaba que dirías eso –respondió Bárbara-, tienes razón, no es importante. Vamos Borja, vamos a cambiarnos.

Rodrigo observaba la situación como un espectador en el cine comiendo palomitas. Su actitud, habitualmente petulante, había sido reemplazada por un silencio calculado y repleto de sentido del respeto.

- Voy a cambiarme. Borja y Susana vendrán ahora, yo no estoy ahora mismo con la cabeza para barbacoas, me duele algo y lo mismo me quedo en casa.
- Vamos nena –replicó Juan- no le des importancia, seguro que el aire de la noche te viene bien.
Entonces intervino Rodrigo
- Claro Bárbara, cámbiate y te esperamos en un rato, tómate un rato, relájate algo y luego preparamos una sangría para todos estos vecinos aburridos y sedientos. La cerveza no va ser suficiente. Cintia vendrá en media hora, cuento con vosotras.
- Ya veré, no estoy de ánimo, pero bueno, no sé.

Bárbara cogió a Borja de la mano, se quedó parada un momento, miró el cielo, la noche estaba empezando a arropar la tarde para taparla poco a poco en su manto de estrellas. Bajó la cabeza y soltando la mano de Borja se arrodillo frente a él, en cuclillas, miró los ojos de su hijo y le dio un beso en la mejilla.

- Tiene razón papá, no pasa nada.

Luego le abrazó como si fuera el mayor abrazo de su vida e incorporándose de nuevo se dirigieron hacia la puerta de casa que daba a la zona ajardinada.



Media hora después Bárbara seguía en el baño, los niños ya estaban con el resto de la gente en el jardín. Lo bueno de estos sitios residenciales es que siempre hay niños de todas las edades, enseguida se forman pandillas y Borja ya no echaba de menos a sus amigos de la escuela y se le había olvidado el chapuzón de su madre. Susana jugaba a ayudar a los padres con sus amigas y Juan conversaba alegremente con Rodrigo y otros padres que se había unido a la ceremonia de fuego y carne a la brasa.

Bárbara estaba desnuda, sentada en la taza del wáter y se levantó para contemplarse ante el espejo. Tenía treinta y nueve años, cuatro menos que Juan. Jamás se había visto en el espejo como aquel día, desnuda y reflexionando lo que era de su vida. Jamás había pensado si su vida tenía sentido o no. Había sido relativamente feliz hasta hace un año, y hace un año no había pasado nada reseñable. Realmente nunca había pasado nada reseñable. Su vida había sido una ruta previamente marcada sobre el mapa de lo que es debido. Conoció a Juan con veinticuatro años, se casó con veintiséis, tuvo a Borja con veintisiete y a Susana dos años después, apenas disfrutó de la vida de pareja porque enseguida tuvo que cambiar pañales. Y antes de eso…Bárbara se preguntaba qué había antes de eso. ¿Quién era la Bárbara anterior?

Una carrera de bellas artes, cierta pasión por la arqueología y asistencias dos veranos a campamentos de verano donde desenterraban restos de hacía más de dos mil años en Italia. Justo los dos veranos antes de conocer a Juan, después de eso Juan fue su vida y ahora tenía treinta y nueve años y su hijo mayor no la respetaba, su marido no la tocaba y suponía que su hija en un par de años competería por ser la mujer de la casa. Ese era un resumen más o menos certero del día a día. Se preguntaba si estaba enamorada de su marido y recordó una conversación con Juan sobre el amor, un día que ambos se bebieron una botella de vino, haría unos cinco años. Sin alcohol no solían hablar de temas delicados y el amor era un terreno más que pantanoso. Juan comentó que el amor es tan importante como tener galletas en la alacena, solo te preocupa cuando tienes antojo pero vives perfectamente sin ellas. Lo importante es la alacena, ahí puedes guardar cualquier cosa y, la alacena, es la familia.

La alacena es la familia…Juan debía haber leído eso en algún libro, no es especialmente reflexivo para llegar a esa conclusión. Pero tampoco era un aficionado a la lectura. Posiblemente sería de una película, o del padre de Juan. La alacena es la familia pensaba Bárbara y comenzó a tocarse los pechos mientras se miraba en el espejo y la imagen de Rodrigo vino a su cabeza.


- Juan, parece que Bárbara no se anima a venir.
Rodrigo estaba engullendo un trozo de panceta mientras Juan estaba a vueltas con unos cuantos chorizos criollos que desprendían llamas cada vez que los giraba.
- Bueno, ya sabes que si a una mujer le duele la cabeza lo mejor es dejarla tranquila.
- Cintia tiene tantos dolores de cabeza que ya ni la hago caso. Pero bueno, todavía me salto alguno de ellos para disfrutar un poco en la cama.

A Juan le superaban los comentarios acerca del sexo, se callaba y esperaba impacientemente que la conversación cambiara de tema. Jamás pudo superar su relación con el sexo, era algo que le parecía ajeno a él. Claro que tenía deseos pero no acababa de ver como esos deseos encajaban en la vida, un psicólogo le había dicho que tiene el sexo en un plano irreal y debería considerarlo algo mundano, más unido a él, parte de su todo. Él lo veía como si fuera una pieza fuera de su construcción, un bloque que le pertenecía pero a unos cuantos metros, era como los baños de las antiguas casas de campo que estaban fuera de la casa. No sabía ni bromear ni tratarlo de frente. Si alguien le hablaba de sexo Juan solía esconder la mirada como si estuviera en una ronda de reconocimiento y él fuera culpable. Se sentía culpable de ser como los demás y eso le desconcertaba. Con los años había aprendido a vivir con esa sensación.

- Vamos Juan, no me dirás que no follas porque Bárbara tiene dolor de cabeza.

Rodrigo era obsesivo con el tema, con cualquier tema, pero si salía el sexo daba la sensación de que lo encontraba especialmente divertido y era más difícil cambiar el rumbo de la conversación.

- No, bueno, ya sabes, no siempre le duele. –intentó salir de algún modo del aprieto sin apartar la vista de los chorizos de criollo que ahora se habían convertido en su refugio.
- Imagino, joder, estar sin follar por la típica excusita, si se pone así debería buscarte algo.

“Buscarte algo”, Juan llevaba el mismo tiempo sin hacer el amor que Bárbara, con la diferencia de que ella sí quería sexo y Juan prefería que fuera algo de lo que prescindir. Y jamás hablaban del tema. Juan no creía que el sexo fuera importancia, es cierto que tuvieron una época más o menos activa, nada más casarse y hasta que nació Sally, pero poco a poco Juan fue encontrando más actividades que le distraían y le servían de excusa para no enfrentarse al momento de un beso húmedo o a una caricia que pudiera ir más allá. En realidad Rodrigo estaba equivocado, a quien le dolía siempre la cabeza era a Juan.

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