domingo, 26 de agosto de 2018

Otra idea sin talento...

Enero en Newport, una canción invernal

El paisaje de enero en Newport era una mezcla de solitarias aceras, solitarias mañanas, solitarias brisas invernales enmarcadas en un frío  que hacía que los huesos dolieran cuando salías a la calle, una noche que empezaba a las 4 de la tarde lograba que me ensimismara antes de tiempo. En Italia, en Milán no era así, y Milán no era un arquetipo de vida en las calles, pero Newport era la soledad de la calle durante el frío invernal.

Las tardes pasaban de la oficina de la empresa que me había contratado como experto en SW de comunicaciones hasta mi pequeño apartamento, solitario, donde iban pasando los días. Había dejado mi pareja en Milán, y mi familia en Madrid. Y yo andaba en Gales, cerca de Bristol Inglaterra, pero prefería pensar que estaba cerca de Cardiff como de hecho así era. Los ingleses me gustaban para hablar, el acento galés es terrible, pero me gusta el carácter galés, como alejado de una realidad que es el día a día de la sociedad inglesa. Ellos viven siendo galeses en un mundo inglés, disimulan dejando ver que lo aceptan pero interiormente no saben lo que es un inglés. Son británicos sin ninguna duda, pero nada de ingleses. Tal vez leer a Dylan Thomas ayude a esta sensación.

Cuando digo que trabajo en Newport todo el mundo piensa que soy un afortunado de los que vive en Rhode Island, un pijo de esos que se llamaban wasp, o neocoons, o un tipo que se mueve en ambientes de moda. La realidad es que mi Newport está en Gales y que sí soy afortunado por estar en un sitio que nadie conoce y que asocia a los neoyorquinos. Nueva York me encanta pero vivo en Gales, a ver si os enteráis.

Luisa, mi pareja, vive en Milán. Cualquiera se preguntará por qué no vivimos juntos. La respuesta es sencilla, por el clima. En Gales nuestro amor se congelaría, arrastraría una falta de luminosidad tal que se marchitaría al instante, no podría resistir un invierno en Newport. De hecho apenas pudo resistirlo en Milán. Los veranos iba mejor, ella a veces entendía que yo necesitaba el aire de su ausencia y yo a veces entendía que ella necesitaba ver los grilletes de su monotonía bien enganchados a mis tobillos. Al vivir a mil kilómetros de distancia podíamos notar que nos faltaba algo, pero también nos faltaba alguien a quien recriminar nada y de esa manera la relación iba manteniéndose. Además con las videoconferencias era más llevadero.

El caso es que tampoco era así, tampoco es que fuera llevadero, de hecho cada día tenía menos ganas de buscar el momento para vernos las caras, no había emoción en vernos. El recuerdo que tenía del chico italiano, aquel de su trabajo con el que tuvo una aventura, me generaba un ánimo propio del que sabe que tiene por delante un trayecto con más de 30 paradas de metro y lo asume con la desazón de tener que soportar parada tras parada. Además, se le habían olvidado mis gustos, me mandó un paquete de Amazon con dos discos, bueno CDs –al menos recordaba que seguía prefiriendo el formato físico- uno de ellos de Doris Day con Rock Hudson –joder, ¿cómo había llegado a esa conclusión?- y el otro de una recopilación de fados. Sinceramente mi cara debió ser de una sorpresa tal que lo primero que pensé fue “afortunadamente es un paquete postal, no tengo ni porqué disimular”, pero luego me acordé de la llamada de Skype nocturna donde me preguntaría si me habían gustado.

A ver, prefiero esos discos a uno de Justin Bieber, alguna vez he dicho que los fados no me desagradan –para mí es como la copla española- y de Doris Day tengo algún disco intresante como el magnífico Latin Lovers, pero…¡¡¡sin Rock Hudson!!! Luisa estaba tan alejada de mí como yo de comprarme un disco de Rock Hudson y eso, en mi mapa cosmológico del amor, era una distancia considerable.

Al menos esta sensación tenía, la de que Luisa y yo nos alejábamos como los pasajeros de un barco que quieren salir de una ciudad costera para iniciar una nueva vida en otro lugar. Barcos que se alejan del puerto y siguen manteniendo abiertos los canales de radio, como un asidero para saber que todo va bien, pero no te planteas volver a ese lugar porque tu cabeza está en otra parte.

Nuestra vida en común había transcurrido por muchos derroteros, y quizá de dicha palabra se nos habían quedado unas cuantas letras, para formar algo más parecido a derrota. Pero seguíamos queriéndonos, lo cual hace todo más difícil. Ella se enrolló con un italiano extremadamente italiano. Con todos los tópicos. Yo le conocía de alguna cena, alguna copa por la noche en algún bar de Milán. Cuando le molestaba algo agitaba la mano juntando los dedos en el típico gesto italiano que yo siempre asociaba a la expresión “ma che cosa”. El bueno de Pietro debió follársela, sin duda, más veces que yo y cuando el pastel salió a la luz Luisa lloraba desconsolada mientras yo la miraba simplemente esperando que me contara que iba a hacer mientras tenía la sensación de ella esperaba que yo me enfadase o la echase en cara algo para comenzar a agitar la mano igual que su Pietro y me soltase un "ma che cosa".

Yo no la eché nada en cara, no porque no tuviese motivos, en las parejas que llevan años juntos los motivos para echar cosas en cara nunca faltan, es más tenemos estanterías llenas de los mismos y además clasificados por tipología. Es como si hubieramos hecho una taxonomía de los reproches, "relación con mis padres", "interés por el sexo", "detalles en casa", "tu egoísmo"..., pero en aquella circunstancia no encontré ningún tipo de beneficio en decir nada así que se resolvió con una llorera de Luisa que no acababa de creerme, esperando que me dijera si iba a hacer algo al respecto. No hizo nada y no hicimos nada, a los cuatro meses salió la opción de Newport.

Así que ahora tenemos Skype y una visita cada dos meses, entretanto no sé si Pietro habrá vuelto a su vida o lo ha cambiado por un nombre más agresivo como Herculano o demencial como Masscamipenne. El caso es que estábamos en un punto y aparte que debíamos afrontar de nuevo.

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