lunes, 22 de octubre de 2018

Entre estaciones...




El jardín otoñal aparecía gris, repleto de las palabras mudas que no se pronunciaron cuando se despidieron mirando al suelo, sin el valor de mirarse a los ojos. Los instantes fueron eternos y, sin embargo, no transcurrieron más de diez segundos entre el “déjame marchar, te odio”, y el “no queremos entendernos”. Apenas diez segundos, un momento fugaz que dinamitaba el ánimo de los dos.

Anteriormente, la primavera acogía las mañanas de ambos con una alegría que les permitía afrontar el resto del día con una sonrisa calmada que escondía el placer de la tranquilidad junto con la urgencia por verse. La tranquilidad era la cama en la que se acostaban para contemplar sus rostros, la urgencia era el sexo desordenado, como un caballo sin riendas, a primera hora de la mañana en la ducha o última hora de la tarde en la cocina. Y en la cama tenían un relato de amor donde la almohada era el cobijo de sus sueños y sus respiraciones la melodía que ponía banda sonora a sus noches para despertarse entre palabras húmedas y labios de deseo. Él la esperaba en la ducha cada día y la ducha era la puerta que abría el día con una visión de luz y de felicidad que no habían conocido.

El jardín otoñal rebosaba de penumbra, no sabían distinguir si era la luz del atardecer de noviembre cediendo paso a la noche o si eran sus ánimos los que ocupaban todo el espacio con un papel de estraza mohíno, impidiendo cualquier resquicio de luminosidad. Sus palabras agostaban las plantas, dejándolas sedientas mientras que se preguntaban qué había pasado en apenas seis meses. Todo alrededor era lánguido y no podían ni sujetarse las manos, rehuyendo el contacto.

Anteriormente, el verano repartía las horas entre la desnudez del calor y el regocijo de las tardes con paseos por el Retiro madrileño y cervezas en la calle hasta las tantas, aguardando a que la noche calurosa los acompañara a su apartamento para disfrutar de su amor y de sus cuerpos. Días en los que se paseaban desnudos por la cocina y el dormitorio y donde el perfume de sus cuerpos impregnaba el paso de los días, donde las manos se buscaban por debajo de las mesas de las terrazas, donde hablaban del último libro de Jay McInerney o de una exposición de Hopper. Y la ducha matinal continuaba siendo la constante del deseo, y los abrazos bajo el agua con sus cuerpos salpicados eran la imagen que se quedaba, con los cristales empañados en el espejo, con un gusto salado que saboreaban durante todo el día, mezcla de sudor, sexo y jabón.


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