lunes, 31 de diciembre de 2018

¿Demasiado en mi cabeza? - La fiesta sobre la casa del océano



Voy navegando por música británica, como siempre cuando me encuentro perdido en un océano de confusión y necesito un asidero donde poder soportar las olas de mi mente que me empujan a extraños parajes, mares que no logro dominar, sin norte ni sur. Brújulas magnetizadas hacia lo ignoto, agujas que giran en una pesadilla interna que se aparece con forma amable y que desgarra cada remoto grano de sobriedad y conciencia.

Quizá haya demasiado en mi mente, y aparecen los Kinks que ahora están compitiendo por la banda sonora de estos días junto con Travis. La elegancia de The Kinks, las letras maravillosas de Ray Davies, el storyteller que vi una noche en un teatro ataviado únicamente con una guitarra acústica para contarnos su historia de éxito y fragilidad.

Mientras suenan los kinks veo que una casa se acerca empujada por la brisa hacia mí, flotando sobre el océano, se acerca lo suficiente para que suba a su porche. Parece una casa típica del sur americano, de esas sureñas, donde hay un señor de la plantación y miles de manos esclavas cultivan unas tierras que jamás vieron sus antepasados. Me aferro a las tablillas de madera para incorporarme y llamo a la puerta.

Se abre sola y una melodía loca de fiesta y jolgorio llega a mis oídos. Pero lo que no veo por ningún lado de la casa es el libro de registro que nos indique la habitación donde podamos pasar el fin de semana de las leyendas urbanas, aquel donde las putas esperan para poder satisfacer las idas y venidas de nuestros vocablos malsonantes, bebiendo hasta bien entrada la madrugada y vestidos con colores imposibles y tomando miles de trozos de melocotón sumergidos en una sangría que apuramos en los huecos que los bailes eternos de la fiesta imposible va dejando para poder saciar nuestra sed. Y tú apareces allí, al otro lado de la casa de campo, más allá del salón, te veo salir de una puerta de un corredor y entrando en otra, con tu vestido de raso que deja entrever tus pechos mientras yo miro a mis amigos saltando y sin poder agarrar tu mano para atraerte hasta mis labios y besar tu cuerpo desnudo hasta erizar tu piel y endurecer tus pezones en un salto al vacío de sexo, amor y música.

Los dedales de chupitos corren por una barra imaginaria pero el que los sirve está tocando un acordeón comprado en los USA, con el dinero de una lotería que jamás le tocó porque estaba nadando y guardando la ropa para que nadie le pudiera recriminar nada. Le pedimos que vuelva a servir otra ronda pero no se despega de su acordeón porque quizá sea lo único que le devuelve un poco de lucidez a su cabeza perdida en la arena del desierto que le regalé la otra noche. Anda perdido y envuelto en la magia de esa arena, un saco de tu arena podría volver loco al más cuerdo de los mortales, porque es arena repleta de los deseos que no podemos confesar y eso, me dijeron, vuelve loco a cualquier humano.

Continúa la fiesta sobre la casa que navega por el océano. Y el baile se ha convertido en la única pasión que podemos disfrutar, bailando toda la noche mientras te busco para no encontrarte pues está prohibida la entrada al corredor, las habitaciones son de uso exclusivo de duquesas me dicen y "hasta donde yo veo, tú no eres una duquesa". Mis labios intentan argumentar algo pero me quedo a medias y mi cara sugiere una mueca de alguien que sabiendo lo que quiere no sabe qué hablar más que revolotear alrededor de una idea como una abeja alrededor de una flor de colores vivos y brillantes.

Algo salvaje debe andar por las habitaciones pues solamente oigo jadeos y risas por debajo del estruendo de la música que nos envuelve a todos. Y el hombre del acordeón la levanta por encima de sus hombros arrojándola contra el suelo y destrozándola en mil pedazos. Me imagino que Pete Townshend debe estar entre los invitados para reventar de semejante forma el instrumento.

Hay algo en mi mente...

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