miércoles, 27 de julio de 2022

Otro algo

Joseph me habló del coronel Lumbert. Nadie más lo hizo. Estaba prohibido, no se podía hablar de nadie, no se podía hablar de las misiones ni de nada apenas. Podíamos vomitar nuestras palabras entre halitos sanguíneos que nos habían provocado cada uno de los ejercicios del batallón. Pero ninguna queja.

Así pasábamos los días del campamento mientras esperábamos entrar en combate. Así me lamía las heridas que nunca quise tener. Así recordaba a mi padre y a mis hermanos. Mi madre venía todas las semanas con algún cuento, esos que siempre me sacaban una tímida sonrisa.

Yo le hablaba a mamá del coronel Lumbert y ella no entendía nada, pero yo le explicaba que la luz de la luna tenía mucho que ver con todo aquello a lo que renunciábamos pero no podía dar más detalles porque no me lo permitían. Ella no lo entendía y, lo que es peor, el coronel Lumbert tampoco porque nadie le veía. El coronel Lumbert no entendía nada de sí mismo y , además, al parecer no había un coronel Lumbert al que preguntar.

Los días pasaban a lo largo del año, pero para mí no había ninguna diferencia excepto cuando hacía frío, mucho frío, me decían que mamá me traería regalos de un tal San Nicolás. Nunca supe muy bien lo que era el “San” pero tampoco parecía importante porque era alguien que traía sonrisas y, con las sonrisas, hay poco que discutir. Lo cierto es que por esas fecha mamá venía menos, debía ser por la nieve que se acumulaba en el camino.

Cuando mamá aparecía lo hacía los regalos del fulano verde. Me traía cosas que me parecían divinas e imposibles. Pedazos de realidad deseados por unos, muchos, todos, los niños del planeta. Pero era irreal, no podía tener los deseos de otros, no era un niño. Era un adulto que vivía de manera insana en el deseo de los unicornios pasados…y quería salir de ese distopía, pero quería hacerlo con una sonrisa.

Un día, con el sol pegando de manera plana en Alaska, llegaron sonidos de realidades increíbles, de lugares donde la realidad no podía sentirse confortable, de áticos neoyorquinos en los años veinte… y entonces conocí a Francis Scott Fitzgerald. ¿imposible? Bueno, yo sé que le conocía y que Ernest siempre estuvo muy nervioso ante su presencia.

Alaska era un sitio muy interesante para los que habíamos crecido en Albacete, se podía decir que era un secarral como el manchego pero con nieve. Algunos no me entendían cuando decía eso, por aquello de la nieve, pero yo sabía lo que pasaba por mi cabeza, los lunes, el resto de la semana no me entendía pero importaba poco porque tampoco entendía el clima de Cordova, un pueblo de Alaska de unos dos mil habitantes. Cordova la fundaron unos españoles que se olvidaron la “b”. Y ahora estaba allí nuestro destacamento. Yo esperaba a mamá los miércoles y ella venía los jueves. Nunca la veía. Ni al coronel Lumbert.

Las tardes en Cordova -tiene acento en la segunda o, así que pronunciadlo bien- era lánguidas. No porque fueran aburridas sino porque era esdrújula la palabra que identificaba el sentir. Las esdrújulas se valoraban mucho en el destacamento y lánguida era una palabra que gustaba. Un día le dije a un compañero si no sería mejor sustituir lánguido por universal. No le gustó la idea y yo tampoco acertaba a saber qué quería proponerle. Terminamos jugando al póquer con cartas usadas y apostando las vidas de nuestros compañeros de cuarto. Yo perdí pero como todo era un simulacro solamente perdimos el cepillo de dientes de los compañeros. Al día siguiente tuve que explicar por qué era mejor lavarse la boca con hebras de caballo.

Alaska era fría, y como era un niño entendía que era lo que tocaba. Los niños pasan frío y los adultos viven en Miami. Así iba pasando los días, así y con canciones de Morrissey que solo entendía a la mitad, siempre me quedaba pillado en el minuto y treinta y siete segundos. A partir de ahí no entendía nada. Era algo matemático, a mí me gustaba tener ese horizonte, sabía que todo el jugo lo tenía que sacar antes de los noventa y siete segundos, y me aplicaba en ello.

Estuvimos poco tiempo en Alaska, unos cuarenta y cinco años, cuando nos fuimos todos teníamos nuestros recuerdos intrincados con los de las nieves de la tierra vendida por los zares. Yo recordaba Albacete y me decía que Alaska era más interesante, tenía blancos y verdes, Albacete tenía mucho amarillo. Mis compañeros de cuarto solamente pensaban en llorar, yo lloraba, era mejor hacerlo que pensarlos o, al menos, eso pensaba yo.

La vuelta de Alaska fue larga, volvimos andando desde Chile, cosa que a nuestro capitán le sorprendía porque cuando le preguntábamos por qué no podíamos coger un tren siempre decía “no lo entiendo, no lo entiendo”. El caso es que nos pusimos a andar una mañana, con más ánimo que fuerzas y, al cabo del día, habíamos llegado por fin a Moscú donde hacía frío, pero menos que en Cordova. Le preguntamos a un señor con gorro si había algo que hacer a las ocho de la tarde. Nos respondió que ese día no había ejecuciones así que lo mejor sería bailar Kolo porque había unos tipos de Bosnia que andaban buscando fondos para un festival de música. Yo les dije que podía tocar el ukelele y ellos me dijeron que por fin alguien conocía el instrumento tradicional de Bosnia, luego me dieron una falda de flores y una adhesión a Estados Unidos como el estado número 51 y me confesaron que habían estado en Woodstock en el siglo XVII preparando un festival. Yo no me veía con ánimo de tocar en directo y les pedí un te con menta. Me dieron un julepe y me fui corriendo.

Volver desde Chile tiene un problema. La música. Vinieron unos cuantos a hablarnos de Santa María de Iquique. Eran un poco pesados, a mí me gustaba mucho el disco pero me di cuenta de que todos los que estaban hablándonos de las minas no sabían de qué iba el asunto así que me empecé a aburrir. Hablaban de cosas que habían oído en fiestas de champagne y las reivindicaban como si fueran propias. Me generaba somnolencia y decidí fumar unas semillas de trigo que eran infumables y me provocaron un estado distinto.

Como volvíamos andando desde Chile, al pasar por Bolivia nos agobiaron los ponchos. A mí el poncho nunca me ha gustado, ni el julepe. Pero querían hablarnos con esas indumentarias y yo no podía responder…el destacamento tampoco. Una de las veces Francisco, el más joven de todos y que parecía ungido por la divinidad, tiró una granada de mano y, tras la deflagración se puso a devorar extremidades sanguinolentas. Le tuvimos que decir que no era el momento y paró. Las víctimas maldecían el día aquel hasta que volvieron a crecerles las distintas partes mutiladas. Luego hicimos una cena y Francisco se deflagró para ellos, luego mutó en almendra y volvió a ser humano poco antes de las doce.


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